Cuando Carmen Enciso y Eloísa Navas, autoras de la exitosa novela Miramar (Ediciones del Genal), vinieron al periódico para hacer el reportaje de su nueva obra, me comentaron que les había llamado mucho la atención que, cuando hablaban con algunos de los protagonistas de la época de la postguerra, muchos continuaban verbalizando esa división esencialmente incrustada en el alma del malagueño: la del río Guadalmedina. Al este, la Málaga pudiente y al oeste, la que no podía pero lo intentaba. Cuando la correctora de la obra, Laura Cerezo, la leyó, les dijo que ya nunca sería lo mismo cuando cruzase el río. Bien es verdad que hoy los condicionantes socioeconómicos que se daban en los treinta y los cuarenta han cambiado radicalmente, y en la actualidad tal vez habría que hablar del río que nos une, o que nos separa, como una mera cicatriz sentimental, urbanística, pero aún así es una herida en el inconsciente colectivo de una ciudad que empieza a reconocerse en sus progresos y también en sus desaciertos. No sé ya cuántos planes se han hecho para hacer que el río que nos separa no sea ese cauce feúcho que refieren los turistas a poco que hables con ellos. «¿Por qué está eso así?, no pega con el entorno y rompe la armonía del Centro», me han comentado alguna vez familiares que han venido de fuera o personas que han visitado la ciudad por motivos profesionales. Yo, habitualmente, me encojo de hombros y digo que nuestros políticos llevan años discutiendo qué hacer con el Guadalmedina. Escuché una vez que la idea podría ser embovedarlo, otros hablan de que una lámina de agua lo recorra, aunque la chiquillería ya le ha dado vida jugando en su seno al fútbol con la ambición inacabable que da la juventud. Para ellos, la cicatriz se llena con alegría y las penas supuran en torno a una pelota. Las tardes pasan ya lentas, cuando el invierno comienza a convertirse en pasado y el Carnaval estalla en mil disfraces, y a lo lejos se vislumbran los primeros capirotes del año, pero los malagueños, cuyas heridas históricas siguen supurando aún, quieren hacer algo con su río, buscarle un papel, integrarlo en el entramado urbano que sustenta la ilusión de los museos, la utopía de que nunca saldríamos del furgón de cola de una Andalucía orgullosa de sus monumentos. Ahora, Málaga cree en sí misma por razones obvias, pese a sus desigualdades y a los barrios apartados de la acción de gobierno de las diversas administraciones que consideran que la calle Larios es lo esencial y lo demás, ay Señor, es accesorio. El Guadalmedina reclama ya no sólo un lavado de cara, sino una operación de envergadura que lo sitúe a la altura del resto de la urbe, una intervención decisiva y consensuada, alejada del fragor del debate partidista y soportada en la atalaya de eso que los cursis llaman «hacer ciudad». Yo no sé qué se puede hacer con el Guadalmedina ni con Los Baños del Carmen, pero habría que empezar a pensar qué queremos para los dos espacios y dejar de procrastinar (¿Se dice así, gafapastas?).