Apenas se aventuraba una silueta. Una cortina de edificios árabes bailoteando sobre lo que más tarde se convertiría en un horizonte fuertemente percutido, con mazacotes de promociones al fondo. La Costa del Sol todavía no había nacido. Y mucho menos el turismo, que empezaba a vislumbrarse como un complemento para la formación espiritual de la naciente burguesía. Preferentemente en rutas por Italia, casi nunca por el sur monumental y desconchado de España. Y menos por Málaga, de la que lo poco que se sabía era la instalación de una enriquecida colonia de gente de industria y de comerciales; nada que ver con el viaje ilustrado, culto. Sin embargo, allí estaba él. En una mañana clara de 1772. Las fuentes no aclaran si solo o con su hijo, con un entusiasmo febril objetual que incluía todo tipo de pertenencias: monedas, diccionarios, brújulas, instrumental de dibujo, relojes, ejemplares gastados de libros antiguos.

Mucho antes de la construcción del primer hotel, cuando todo eran fondas que olían a desconfianza y a aguardiente insalubre, Francis Carter vino y escribió la que para muchos es el primer gran precedente local de la guía turística: un tratado impredecible sobre Málaga, hecho con la codicia enciclopédica y la amplitud de miras de los clásicos, inapresable en sus intenciones, lleno de perspicacia y con un gusto por el detalle que lo mismo se entretenía con anotaciones sobre la fauna y la flora como en estudios bibliográficos de cada punto. Es el famoso Viaje de Gibraltar a Málaga, uno de los cuadernos que el escritor dedicó a sus excursiones por España, acaso el más vívido y conocido. Y en el que no se deja fuera ni siquiera a las estribaciones más pequeñas, las que a duras penas llegan a los catálogos y cuya aparición en la literatura internacional casi siempre se debían a forzosas descripciones de episodios de bandoleros, de lupanares intimidantes con suelo de serrín en los que corrían las navajas. Una imagen tópica de la que tampoco se libraba la capital, en la que Carter permaneció durante meses. Si buscan la huella en sus escritos de toda esta acción novelera, en muchas ocasiones fruto de la imaginación de la aburrida sociedad europea, apenas encontraran menciones distraídas. El escritor conocía demasiado bien España como para dejarse confundir por postales de lances de pillería. Incluso puede que su presencia pasara con discreción. Uno se imagina en el efecto que podría sugerir su figura apoyada en los escalones del puerto, con su coleta de lazo, estampando el corpachón de la catedral en papeles rudos. Muchos detalles, algunos relativos a la incógnita de su origen, hacen pensar que su presencia no sería tan desconcertante. Al menos no tanto como la de los primeros guiris, acostumbrada Málaga como empezaba a estarlo al desembarco de ingleses e, incluso, al acomodo de matrimonios mixtos.

A ese viaje desde Carter, a su capacidad de observación, se deben algunas de las páginas más interesantes escritas nunca sobre la provincia. Nada se le escapaba al escritor: ni el colorido del Carnaval ni la emergente tendencia de los malagueños a la fanfarronería y la apariencia de clase, casi siempre inseparable de las ciudades españolas inmersas en un tránsito todavía precario hacia el desarrollo comercial y la superación parcial de la miseria. Francis Carter era de un tipo de talento ya extinguido, muy de estilo neoclásico, tan apasionado por la ciencia como por el estudio del hombre y de los libros. Además sumaba a su inteligencia una notable destreza pictórica, puesta en práctica en numerosos paisajes locales, algunos exhibidos en el recientemente inaugurado Museo de Málaga. Qué ungüentos, qué ceremonias, qué singularidades tendría la provincia en esa época para despertar la pasión del autor, que dejó testimonio de numerosos municipios, desde Ronda, que le fascinó con tanta fuerza como a Rilke, a Valle del Abdalajís, Cártama o Antequera.

Con Carter la claridad de lo que escribe contrasta con los matices ensombrecidos de su propia vida, de la que existen muchos enigmas. Hay quien sostiene que fue soldado, espía británico, medio malagueño y medio inglés. Lo único que parece claro es que su educación exquisita, con estancias documentadas en Oxford y Cambridge, se compaginaba con el dominio del castellano, idioma cuyos rudimentos admiraba y que oponía a la musicalidad facilona del italiano. Francis Carter escribió la Málaga de finales del siglo XVIII y lo hizo con esa caligrafía de colegio inglés que resulta tan exótica en español. Del cuaderno de viaje a la coquetería gastronómica de la Lonely Planet, del turista puntilloso y con hambre de conocimiento a la cultura del baño y del daiquiri. El turismo se contradice y se forja, cambiando de modalidad de leyenda, reconfigurando el espacio y sus sentidos. La Costa del Sol antes de ser la Costa del Sol fue para el guiri alemán, para el buen británico, el libro de Francis Carter. Un álbum de viaje, un museo de imágenes en rotación, sugerentes.