En cada hogar español, de una y todas las castas, existe una sucursal o pequeña farmacia en la que se acumulan envases, frascos y viales de mil y una medicinas sobrantes de tratamientos más o menos largos.

Los laboratorios, al no ser frenados por los organismos competentes, cada vez aumentan el número de píldoras en cada envase, superando las dosis que los médicos recetan a los pacientes. No existen minidosis o envases de seis o diez pastillas. En cada hogar existe un cajón o armarito de medicinas a punto de caducar por ser innecesarias.

Con el paso del tiempo, los sobrantes, deben ser depositados en los receptáculos instalados en las farmacias para su destrucción controlada. No sé si la conducta ciudadana es tan responsable como para actuar de la forma recomendada; mucho me temo que parte de la «farmacia hogareña» acabe en el cubo de la basura o se elimine por los desagües de los lavabos, fregaderos e inodoros, vulgo, váteres.

Tiempo atrás, no muy atrás porque forma parte de mi existencia, en las casas no se acumulaban tantos medicamentos a medio utilizar porque el número de medicinas era mucho más reducido y muchos males se curaban por medios naturales, o sea, que sanaban sin necesidad de atiborrarse de pastillas y jarabes.

En los hogares de mi niñez y juventud, lo único que había disponible eran aspirinas y sus sucedáneos Okal, Optalidón, Calmante Vitaminado y otros analgésicos que ya no están en el vademécum. También había algodón hidrófilo, gasas, un tarro de sal de frutas Eno, alcohol, yodo (la mercromina y el betadine no se habían inventado todavía), linimento Sloan (conocido vulgarmente por «el tío del bigote», porque en la etiqueta aparecía un individuo luciendo un gran mostacho)…

El producto estrella de la época, y que solo la gente pudiente adquiría, era el Elixir Sáinz de Carlos, considerado como la panacea o curatodo de los males del organismo humano. Se anunciaba como medicamento para curar los trastornos intestinales, preferentemente; pero en algunas familias, lo de elixir les llevaba a creer en algo maravilloso, el néctar de los dioses, que lo curaba todo. Si uno repasa periódicos y revistas de hace setenta años seguro que encontrará anuncios del famoso elixir, creado, según se desprende de la titularidad del producto, por un farmacéutico apellidado Sáinz de Carlos.

Otros productos farmacéuticos de la época desaparecidos o casi olvidados son las Doloretas, antidoloroso que usaban las mujeres en 1936; el Fósforo Ferrero, que los estudiantes preferentemente tomábamos para reforzar la memoria; la Simpatina, un estimulante para no dormirse y estudiar hasta la madrugada en época de exámenes; las pastillas del Doctor Andreu, para mitigar la irritación de la garganta; el Piralumín Sello Rosa para combatir la gripe, las píldoras Piluli, el Piramidón, agua La Carmela para disimular las canas, Petróleo Gal para reducir la caída del cabello…, insisto, todavía andan por ahí pero sin la popularidad o uso de entonces. Hoy hay otros estimulantes mucho más peligrosos que no se utilizan en épocas de exámenes sino en botellones y discotecas. Pero ese es otro mundo.

Dentro de los productos farmacéuticos, ahora derivados a lo que se conoce por parafarmacia y que se expenden en supermercados, herboristerías, perfumerías e internet o en cualquier bazar chino, antes se expendían otros más o menos camuflados en otros establecimientos. El más extendido, quizá peligroso, de nulos efectos, de engaño o como se le quiera bautizar, fue el anunciado así: «Senos Robustos Píldoras Circasianas».

El producto llevaba como reclamo la fotografía de una mujer luciendo unas generosas mamas, pero tapadas; ahora no se cubren ni en la playa. Las milagrosas píldoras se recomendaban para aumentar el volumen de los pechos. En los periódicos y revistas de los años 20 y 30 del siglo pasado, que se pueden localizar en hemerotecas, seguro que encuentra el anuncio. Las milagrosas píldoras han derivado hoy hacia las clínicas especializadas en cirugía estética y la silicona.

Más Parafarmacia

Las cremas y productos de belleza -femenina y masculina- hoy se pueden vender, y de hecho se venden, en todos los establecimientos habidos y por haber; no hay legislación, que yo sepa, que prohiba a un comercio de artículos de limpieza, más conocidos por droguerías, vender cremas antiarrugas, tintes para el cabello, limpieza de cutis, cremas solares, lociones… y la interminable lista de productos para mejorar nuestro aspecto físico. Hay revistas semanales que se financian única y exclusivamente por la catarata de anuncios de cremas hidratantes, aceite corporal, lápiz para labios, lápiz para cejas, sombra de ojos, sprays fijadores, mascarillas y doscientos mil productos relacionados con el cabello.

Historia de una crema

Una crema de belleza que desapareció de los anaqueles de las farmacias y perfumerías fue la denominada Bella Aurora. Después de años de ausencia ha vuelto al mercado para recuperar el tiempo perdido y competir con las muchas marcas que se ofrecen al consumidor (a) en los medios sociales, incluidos los móviles de última generación, tabletas, ordenadores y otros sistemas que ignoro pero que existen para llegar a los más recónditos lugares.

De aquellas cremas voy a contar una curiosa historia; permitidme que oculte su marca.

Un farmacéutico de Málaga recibió una visita de una súbdita inglesa o norteamericana para encargarle la elaboración de un producto desconocido para él. Le facilitó la fórmula escrita a máquina en un papel. El boticario leyó los componentes del producto a fabricar, las cantidades de cada uno de ellos… y aceptó el trabajo. En aquellos años las farmacias disponían de muchos productos que utilizaban para las recetas magistrales. Hoy, pocas farmacias, están en disposición de llevar a cabo estos trabajos de laboratorio.

Una semana o diez días después la señora se presentó a por el encargo. En un envase de los que entonces se utilizaban en las farmacias para este tipo de medicamentos, el farmacéutico le entregó el encargo y le devolvió la receta. Cobró su importe y, antes de despedirse, le preguntó a la cliente el destino del producto elaborado. La señora le respondió: Es una crema para el cutis.

El farmacéutico, avispado, ya había tenido la precaución de hacer copia de la fórmula y guardar una parte de la crema fabricada en su laboratorio.

Meses después apareció en el mercado farmacéutico una crema de belleza con el nombre del boticario en cuestión. Durante muchos años estuvo a la venta en farmacias especialmente. Hoy, lo ignoro.

¿Su nombre comercial? Secreto del sumario. No quiero líos.

Quizás otro día cuente otra historia parecida, pero no de un producto de belleza. De ese producto puedo dar hasta el nombre comercial. Dejó de fabricarse en 1950, año más o año menos.

Hasta entonces.