Se acordaba de otro viaje. Forzosamente más accidentado, con el estómago saliente, entre caras lívidas de indigestión y de maquillaje. Había sido en un caserón, al norte de Madrid, pero la escena tenía un vínculo lo suficientemente poderoso con la Costa del Sol como para arrasar con todo tipo de recuerdos y de distancias geográficas; incluidas las visitas anteriores a la provincia de Málaga. Era la primera vez, desde aquella grabación maldita, a las órdenes de Paul Naschy, que veía el resultado final de su trabajo. Y en unas circunstancias infinitamente ventajosas respecto a las que se le habían echado encima trece años antes, en la dimensión extra más difícil de captar en el cine, la que ocurre en otro tiempo, y detrás de la pantalla. De los nervios del director, de los problemas de salud, apenas quedaba nada. Sólo la fama de leyenda negra que tanto gusta a los asistentes a festivales y que a la postre haría que el director y, puede que también la propia Caroline Munro, acudieran al estreno en un espacio y una fecha sustancialmente desplazada. Estepona y el siglo XXI, más de una década después y en un lugar muy distinto al que rondaba la cabeza del equipo durante el rodaje.

El aullido del diablo, preconizada hoy con la etiqueta distraída de cine de culto, fue una de las producciones más averiadas de cuantas se recuerdan en España. Hasta el punto que cuando llegó a la Costa del Sol, a la Semana del Cine Fantástico, lo hizo con una trama periférica que se superponía a la que aparecía en la sinopsis. Estaba la película y estaba su tortuosa filmación. Unidas por idea del festival en torno a las figuras principales de Munro y de Naschy, que se reencontraron, ya sin sombra de dramatismos, en mitad de un homenaje. La cinta todavía se mantenía en el cajón, sin presentar en ninguna sala. Y no por mandato judicial, sino por una última fatalidad que se embridaba a la larga lista de desafueros y casualidades. Era como si aquel guión de un actor fracasado y su mayordomo hubiera querido buscarse la vida por su cuenta, devolviendo el golpe una y otra vez a sus realizadores. Y sin ahorrar, además, lo más mínimo en detalles: el equipo casi al completo enfermo con una brutal intoxicación, un maniquí ardiendo y llamando la atención de las autoridades, los problemas de autoría de Naschy, las borracheras permanentes de uno de los responsables artísticos del proyecto. Y el redoble final de la muerte en accidente de tráfico del distribuidor, que dejó a la cinta fuera de juego, sin puentes ni recursos para dar el salto a la gran pantalla.

Caroline Munro tenía que pensar a la fuerza en toda esta fronda de azares pesarosos. Probablemente sin llegar a la conmoción, con madurez de artista veterana, disfrutando de una película de la que no sabía nada, y que, puede que, en las brumas del traspaso idiomático, se le quedara todavía, y durante años, más que velada. Por fin entendía al cien por cien qué habían significado esas semanas, el rodaje con el hombre lobo, también presente en la sala. La actriz confesaría que finalmente la película le había gustado. Y más aún por el hecho de haberla visto en Estepona, con el reconocimiento expreso del festival. Munro no había venido a Málaga únicamente para ver la cinta; tenía pendiente recibir el Unicornio de Plata, la distinción del certamen, que le fue otorgado por su aportación al género de terror y fantástico. Y además rodeada de un público que observaba su aparición como si fuera un auténtico milagro.

La artista, en cuestiones de serie B, lo había sido todo. Una intérprete talentosa y una figura impresionante que acabaría imponiendo su propia mirada, incluso, la manera de moverse, al patrón cinematográfico de toda una época. La heroína exagerada de El viaje fantástico de Simbad, la Naomi de James Bond, la profesional del cine que rechazó a Hugh Hefner. Lo dicen todos sus admiradores: si el cómic hubiera buscado un referente claro en la mujer, la superheroína habría sido Caroline Munro. Con todas sus expresiones: la de la joven modelo que asombró al fotógrafo David Boley y a la revista Vogue, el icono del cine fantástico. La actriz, sin duda, no era ajena a la Costa del Sol. Cuando fue agasajada por Estepona ya contaba con un amplio historial de puntos de interrelación con la provincia: algunos, fugaces y casi remotos, como el rodaje de Talento por amor, con Richard Widmarck, que la llevó por toda Andalucía. Otros, de anclaje más permanente como la residencia de Ray Harryhousen y del gran Jesús Franco, con el que el filmaría Los depredadores de la noche. La mujer que pudo hacer de trampa para Superman, que rechazó a Hollywood por seguir en Europa, que intercambió voluntariamente el papel de diva por los sueños a menudo mal ventilados de las películas de bajo presupuesto y de terror barroco. Oyendo al fin su voz en El aullido del diablo, marchándose con el unicornio. Y, encantada, al igual que sus hijas, con Estepona. El otro lado de la casa de Madrid, del rodaje.