Ana y Antonio siempre tendrán clavada una espinita. La de haber venido expresamente a España a tener a su primogénito. Se iba a llamar Miguel pero nació muerto. O eso les contaron. Corría 1975.

A diferencia de otros casos de supuestos bebés robados, Ana Berrocal siempre pensó que su pequeño había nacido muerto. «Es cierto que vi cosas raras, pero creí a los médicos», cuenta esta carismática mujer que solo se viene abajo cuando recuerda que puede ser víctima de una trama que durante años se lucró del dolor ajeno. No fue hasta décadas después cuando, al oír otras historias similares, su marido confesó un secreto que había guardado años: aquel bebé que había visto de lejos, ya muerto, no era el suyo.

La principal pista a la que esta familia se agarra es a que el personal del Hospital Carlos Haya -donde dio a luz Ana- les dijo hasta en cuatro ocasiones que su niño había nacido «perfecto». Sin embargo, los partes y documentación sobre el alumbramiento y la defunción recogen que el bebé había nacido muerto. En otro, difiere la hora del fallecimiento, situándolo hasta 60 minutos después. La documentación clínica recoge que murió asfixiado mientras que los médicos del hospital le dijeron in situ que había sido por tener el corazón en el lado contrario. Extremo rotundamente desmentido por los médicos alemanes que supervisaron el embarazo, que testificaron que el feto tenía un corazón «normal».

Los Porras Berrocal estuvieron exiliados durante una década en Alemania. No fue por motivos políticos, sino por cuestiones laborales. Esta pareja de recién casados de Cártama decidió que en Centroeuropa tenía más posibilidades de tener trabajos estables. Ni la lengua ni el clima adverso les hizo desistir en sus planes. Fueron lo que se conoce mano de obra barata hasta que, deambulando de un empleo a otro, se asentaron en sendas fábricas. Ella en una metalúrgica, él en una química donde elaboraban medicamentos.

Ana se quedó embarazada. Un día, su marido llegó del trabajo y le dijo que por qué no daba a luz en Málaga. Ella le dijo que no. Pero, sólo unos días después, cambió de opinión accediendo a viajar a Málaga cuando le faltase poco para salir de cuentas. Ana, una mujer de carácter y determinación, no quiso dejar de recordarle a su marido que lo hacía por él. «Pero como a mi hijo le pase algo no me lo perdono en la vida». Ana nunca olvidará sus palabras, ni tampoco la cara de sorpresa de su marido, que le respondió: «¿chiquilla, qué va a pasar?».

El 16 de junio de 1975 empezaron las contracciones. Tenía 23 años y no sabía si estaba ya de parto o no. Los médicos decidieron dejarla ingresada, pero le advirtieron de que iba para largo. «Entonces te dejaban sola y, los demás, para casa», relata la mujer.

Ana Berrocal es malagueña y, salvo los 9 años que estuvo viviendo en un pueblo de Fráncfort, siempre ha estado muy apegada a su tierra. Menos en lo que concierne a los partos de sus hijos. «Estando en el paritorio me encontraba muy mal y me sentí abandonada, despreciada, nadie me hacía caso», relata la mujer, que rememora que su hijo nació mientras la matrona cantaba «Dame la manita Pepe Luí», de los humoristas Tip y Coll.

«Sólo le pude ver el pie», recuerda Ana con pesar, que cuenta cómo le recriminó que se lo llevara tan deprisa y sin dejarle siquiera verlo. «Me contestó que se lo llevaba porque tenía el hombro desencajado, no lo escuché ni llorar», lamenta.

Mientras esto ocurría, Antonio llegaba al hospital. Había llamado por teléfono y le habían dicho que su hijo acababa de nacer y que tanto él como la madre estaban bien. Cuando llegó a Carlos Haya, en recepción, volvieron a decirle que todo había ido bien. «Llegó contentísimo, se acercó a los pies de la cama, a la cuna, y al verla vacía me preguntó: ‘¿y el niño?’». Le dijo que fuera a preguntar al nido, que estaba escamada. Allí le anunciaron que había muerto. Antes de esos 45 minutos en los que en teoría había muerto el niño.

Antonio exigió que se lo enseñaran y, como no le hacían caso, les amenazó. «Me traes al niño o si no sales por ahí», amenazó al celador señalando una ventana. Entonces, de lejos, le enseñaron un bebé. Estaba, según contó años más tarde Antonio a Ana, deforme. «No le dejaron tocarle ni acercarse». Mientras tanto, ella esperaba en su habitación. Sus peores temores se cumplieron cuando su marido, al día siguiente, le dijo que Miguel se había muerto, que acababan de enterrarlo. «Le dije que por qué no me lo había dicho antes.... Mis peores temores se cumplieron, tenía que haberlo tenido en Alemania», se lamenta.

Ana Berrocal llevó flores durante 28 años a San Rafael. Limpiaba la tumba con un paño empapado en sus propias lágrimas. Siempre creyó que su primer hijo -después tuvo en Alemania a María Remedios y a Javier- había fallecido. Un día de 2003 se encontró con que no estaba la tumba, ninguna.

Un programa en televisión abrió la caja de Pandora hace no más de seis años. «Ana, yo creo que a nosotros nos lo robaron», le confesó Antonio. Entonces, se derrumbó. Le contó que antes de saber que había muerto, una enfermera le había dicho que su niño estaba sano. A ella le pasó algo parecido, pero siempre creyó que era un error. «Vino un médico a verme y, cuando vio vacía la cuna me preguntó que dónde estaba el niño. La enfermera le susurró algo al oído y se fueron».

Con la confesión de Antonio, el puzzle empezó a cuadrar. En un papel rezaba que el niño había muerto por tener el corazón al otro lado. En otro, que había sido por asfixia. Tras ponerse en contacto con una asociación, denunciaron. La causa, como las demás, fue archivada por haber prescrito. «Yo entré con una barriga muy gorda en el hospital y salí sin barriga y con las manos vacías. No hay justicia en el mundo para tanto dolor. Y todo por dinero».Legajo de aborto

Muerte.

La familia cuenta con poca documentación, pero sí tiene en su poder uno fundamental: el cuestionario de alumbramiento de criatura abortiva.

Registro Civil. El legajo de aborto cuenta con varias inconcreciones que han llevado a la familia a cuestionarse el fallecimiento de su primogénito. La primera de ellas es que difiere el momento de la muerte (45 minutos después del nacimiento) y la segunda que la muerte se produjera el 19 de junio, un día después de nacer, el 18. Además, aparece el nombre de un desconocido como testigo familiar: Alfonso Núñez Puga.

Certificado de enterramiento

Osario común.

El enterramiento se hizo en la tumba 200 en la parcela V Auxiliar del cementerio de San Rafael. El 9 de diciembre de 2003 se trasladó.

Desaparición de los restos. La conversión del Cementerio de San Rafael en un gran parque hizo que los restos del pequeño Miguel acabaran, según un documento de Parcemasa, en San Gabriel. La familia denuncia que no es les avisara, porque de otro modo hoy tendrían los restos, para lo que podrían hacer una prueba de ADN. Afirma que se enterró el cadáver el 20 de junio, cuando se hizo el 19. Una nueva incógnita.