En España, cuando queremos desprendernos de un indeseable, de un pelmazo, de un individuo que nos cae gordo por su impertencia o por otras razones, recurrimos a la contundente admonición «Vete a la mierda». No sé cómo en ocasiones similares los catalanes, los vascos, los valencianos, los gallegos, los asturianos, los mallorquines, los araneros, los ibicencos y los extremeños recurren a esa desagradble expresión o tienen en sus lenguas, idiomas, dialectos y argot o jergas otras frases iguales o parecidas. En Málaga, los malagueños (incluidas las malagueñas, según la gramática española) somos más elegantes, más educados y menos expeditivos en las ocasiones en que tenemos que desprendernos de un pegajoso, un insolente o un tipo coñazo. Los despachamos con un «Vete a tomar viento a la Farola».

Ahora que se va a conmemorar el doscientos aniversario de la construcción de la Farola propongo, entre los actos que se organicen para festejar los dos siglos de su erección, un reconocimiento al anónimo autor de la expresión que figura en nuestro acervo popular. Hasta se podría encargar a un escultor un monumento a la expresión «Vete a tomar viento a la Farola», de la que soy asiduo porque cada vez que me acerco al Real Club Mediterráneo a nadar o a disfrutar de algunos de sus eventos, forzosamente tomo ese viento que reina en los alrededores de un icono de nuestra ciudad, al igual que El Cenachero y El Biznaguero.

Los escultores, como los dibujantes y pintores, gozan del don de la creación y no necesitan del consejo de nadie para interpretar una gesta, una hazaña, un hecho o algo tan etéreo como el viento. Desde una veleta estilizalada hasta un paraguas vuelto del revés por la acción del viento, cualquier interpretación es válida para perpetuar el famoso dicho malagueño, porque faros hay muchos, pero farola solo una, la de Málaga.

Matías Huelin

Hace muchos años -en la década de los cuarenta o cincuenta del siglo pasado-, un malagueño, de los muchos con apellido de origen extranjero que residen en nuestra ciudad -Matías Huelin Álvarez de Toledo- guardaba celosamente palabras y frases malagueñas que oía en la calle o en los lugares que frecuentaba, especialmente en el Mercado de Mayoristas, que estaba en el edificio que hoy alberga el CAC o Centro de Arte Contemporáneo. Era empleado o funcionario del Ayuntamiento de Málaga y prestaba sus servicios en las oficinas del Centro.

De las conversaciones con Matías Huelin nació mi interés por el vocabulario popular nalagueño que, años después, Juan Cepas culminó con su primer libro en el que recogía todo ese acervo que no se ha perdido gracias a ese primer libro y una segunda y tercera edición con nuevos vocablos, frases, dichos...

De aquellos encuentros esporádicos tuve la curiosidad de anotar palabras, alusiones, insultos.., propios de nuestra tierra, casi todos vigentes porque se heredan de padres a hijos, y cualquier malagueño, aunque falte de la tierra años, los mantienen en la memoria porque forman parte de sus ancestros.

Muchos de esos giros lo he ido incorporando a los capítulos de estas Memorias que muchos malagueños, según las informaciones que me llegan, las leen porque les devuelven a años pasados o épocas superadas.

Cuando uno se enfrenta con una situación poco seria, con una petición fuera de lugar, con una bobada, es frecuente recurrir a una frase que pone fin al debate: Eso es una chuminá campestre. Chuminá es una tontería; si le agregamos «campestre» , se convierte en una chuminá o tontería elevada al cubo.

«¡Vaya jaba que tiene el niño!». Esta frase, fuera de los límites de nuestra provincia, no es fácil que la entienda nadie. Los muy cultos, o curiosos, antes de responder, es posible que recurran al diccionario de nuestra lengua. La definición más moderna es: Cajón acondicionado especialmente para transportar botellas, piezas de loza y otros objetos frágiles. Y surgiría la pregunta: ¿Qué tiene que ver la jaba del niño con un cajón? El niño no tiene ningún cajón; el niño, lo que tiene para su edad, son unos pies muy grandes. ¡Vaya jaba del nene, que necesita zapatos del 42 para ir al colegio!

Otra frase común con anónimos personajes: «Es más tonto que Pichote». Nadie sabe quién fue Pichote. Se supone que algún personajillo del siglo XIX que no se caracterizaba por su inteligencia.

¿Quién no ha oído alguna vez la frase «Es más largo que un día sin pan», referida a la angustiosa situación de no disponer de algo muy necesario. Un día sin pan -alimento- debe hacerse muy largo.

Otras frases, de origen malagueño o no, son «que me quiten lo bailao», «más duro que el carburb», «más flojo que una güita». «la ha escalichao», «tiene cosas de bombero» (¿qué tendrá que ver un bombero con el dicho?), «más corto que las mangas de un chaleco», «hablas más que un sacamuelas», «más salao que los perros»... y otras muchas que están en el lenguaje ordinario y que se recurre a ellas con frecuencia, como «hace un frío que pela», muy utilizada durante el pasado invierno, de una crudeza poco común. Otros son más explícitos y lo despachan con «hace un frío de cojones».

Atorrante

Luis Molledo, un pintor asturiano que pasó su vida en Málaga, y al que dediqué hace meses uno de estos capítulos, era un enamorado del vocabulario malagueño y de la semántica. Le llamaba la atención el razonamiento de la gente de escasa formación para denominar oficios, profesiones, el empleo lógico de los masculinos y femeninos... y gozaba comentarlo con amigos y conocidos.

No descalificaba a esas personas poco preparadas cuando en lugar de decir sandalias, al referirse a esa tipo de calzado, pronunciaba «andalias». Esa gente dice andalias porque es un calzado que sirve para andar, y a los dentistas, esas mismas personas, los identificaban como «dientistas», o sea, que cuidan de nuestros dientos.

Y es frecuente oír «el moto», «el arradio»... porque al terminar en o automáticamente se convierten en masculino, despreciando o ignorando que moto es una abreviatura de motocicleta, radio de radiofonía... y por la ley del mínimo esfuerzo, en lugar de decir Císter decimos Cister, que es más fácil.

Como era aficionado a indagar en la lengua como en la historia, la literatura y el arte en general, un día me contó el origen del adjetivo «atorrante», poco utilizado en España porque es de origen del argentino. En muchos diccionarios no figura este adjetivo. Sí aparece en el Diccionario Esencial de la Lengua Española, editado por la Real Academia en 2006; en el de 1992 no aparece. La definición según nuestra academia corresponde a vago, holgazán, desvergonzado... Sin embargo, el origen es muy curioso. Me lo descubrió, repito, Luis Molledo.

A finales del siglo XIX o comienzos del XX se llevaron a cabo en Buenos Aires las obras de conducción de aguas para el consumo humano o eliminación de las fecales; para el caso es lo mismo. Media capital se vio levantada para instalar las tuberías bajo tierra, vamos, como las del metro de Málaga que se iban a inaugurar el 11 de noviembre de 2011.

Para los trabajos de instalación se necesitó mucha mano de obra; a los bonaerenses de la capital se unieron trabajadores de poblaciones cercanas. Entonces no existían máquinas como las actuales que faciltan el trabajo.

Los tubos o cañerías de no se cuantos centímetros de diámetro se iban amontonado en las zonas de obras. Como muchos de los trabajadores contratados no tenían vivienda en Buenos Aires porque procedían de otros núcleos de población y los jornales no daban para pagarse el hospedaje en hoteles o pensiones, optaron por guarecerse en el interior de los caños. El nombre del fabricante de los tubos aparecía recogido en cada una de las piezas: A. Torrent.

A los que se alojaban en los improvisados espacios a cubierto se les empezó a conocer como «atorrantes», o sea, que se alojaban en las tuberías del señor A. Torrent. Y así, a todos los que carecían de vivienda y mal vivían en la calle, se les endilgó el adjetivo de nuevo cuño atorrante.

Curiosamente a dos o tres argentinos que he conocido y les pregunté sobre este tema me confesaron que lo desconocían. Muchos años después de que Luis Molledo me contara la historia, encontré en la Nueva Enciclopedia Sopena editada en 1952 una referencia muy parecida a la que me contó mi amigo.