Hacía un tiempo templado, tibio y seco durante el día, aunque no lo suficientemente caluroso como para arredrar a los rockeros, que siempre llevan mejor el norte y el invierno, cuando pueden sacar sin miedo sus chupas, su ropa negra, sus botas sacramentales. En Málaga, sin embargo, venían con más asepsia. Muy acordes, sobre todo, Ian Gillan, con su edad; con su cosa de guiris medio puretas, de esos que miran al cielo buscando variedades de pájaros o avionetas con anuncios de salas de fiestas picantonas. Nada que declarar más que un apellido ilustre, conocido por todos los aficionados a la música. Y un equipaje que en esos mismos días planeaba por los aires cumpliendo sin saber el sueño de todo heavy : lanzar al viento una guitarra, llameante o no, aunque fuera bajo el viático modesto de la bodega de los aviones.

Los Deep Purple estaban en plena forma. Más o menos como hoy, seis años después, sin riesgo de ser un cadáver. En ese punto de madurez de algunos músicos en los que continuar con la banda y con la vida no implica necesariamente aburrimiento ni parodia. Y que les permitía disfrutar de placeres muy alejados de la secuencia trillada que une la fama con las giras interminables. Con más de 120 millones de discos vendidos a sus espaldas, el grupo miraba a su alrededor, en algún caserón escarpado entre Sierra Blanca y Sierra Bermeja, y se sentía abundantemente sereno, con capacidad para anotar mentalmente la situación, sin que el lugar se fundiera en el anonimato insondable que reviste a las ciudades en el nomadismo millonario de las estrellas.

Lo contaba el propio Gillan, en una entrevista para The Metal Circus concedida a finales de 2011 a Sergi Ramos. El cantante de Deep Purple hablaba de un lugar edénico, perdido entre las montañas, en lo que él entendía como frontera entre Marbella y Estepona. Una zona arbolada que acostumbra a escuchar el ronroneo de los pinsapos, sin más relación con el rock que las canciones que de vez en cuando acompañan en su ruta a los visitantes. Allí, durante días, y mientras la ciudad bramaba más abajo, se oyeron guitarras, escalas de teclado, graves de bajo, solos de batería. Y, además, con pedigrí. Nada menos que del grupo británico. Y no precisamente saliendo de un chalé con reproductor. Muriendo en el aire conforme salían. Convertidos, quién sabe, en la esencia de lo que más tarde se transformaría en No What?, el penúltimo álbum de Deep Purple.

La legendaria banda andaba en busca de nuevas canciones. Aprovechando un receso en las intensas ocupaciones paralelas de sus miembros. El hecho de que todo eso se produjera en la Costa del Sol, en lugar de en una habitación de hotel, en la soledad de la copa y el cuaderno, tiene mucho que ver con la forma de componer del grupo, que se impone como norma el desarrollar sus canciones en sesiones conjuntas, sin trampas ni reciclaje. Un imperativo que a principios de esta década fue llevado a rajatabla, con una especie de gira de inspiración que iba reservando lugares para ensayar en diferentes zonas del planeta. Uno de los países escogidos, acaso por el clima, fue España. Por supuesto, la provincia, con su mes de febrero a menudo soleado, y fuera del estrés de la temporada alta.

Gillan y los demás sabían lo que se hacían. Son cosas que vienen de serie cuando se nace en Gran Bretaña. Más aún si se cuenta con la condición añadida de rockero, que casi siempre acaba en un punto de cocción especialmente vinculado al entorno de Estepona. Ocurrió con bandas y músicos históricos como Gary Moore. Pero también con los propios Deep Purple, que tres años antes de su reclusión para componer ofrecieron un concierto multitudinario en la Plaza de Toros. Ya sin el guitarrista Ritchie Blackmore, en lucha de egos permanente con Gillan, pero con un sustituto que se reveló en un auténtico virtuoso: Steve Morse, especialmente elocuente con su instrumento durante aquella noche.

Los Purple tienen pasado en la Costa del Sol. Con episodios frente a los focos, y otros sin apenas testigos, más allá de las ensimismadas construcciones que crecen junto a la montaña, en muchos casos, tras llamativos enjuagues y remiendos en la ley. Las siete notas del arranque de Smoke on the water, una de las canciones más interpretadas del pasado siglo, vibrando sobre el escenario y en el íntimo y confortable refugio secreto. Con Gillan y su hispanismo haciendo de guía sobre el terreno; el cantante que fue educado en la música clásica, que bautizó su página web con el españolísimo nombre de Caramba. Y que se confiesa seguidor de Fernando Torres. Uno fantasea con un motero trepando con una pizza por la montaña, con un trabajador turístico retirando a primera hora las tazas de café, los ceniceros repletos, abandonados de cualquier modo al lado de los instrumentos, de las púas, de los sillones. Franco habría soltado a los grises. Los grises frente al púrpura oscuro de Deep Purple. 0