Para conocer la historia de los Sánchez Zambrana hay que tomar aliento. Es fácil imaginar lo que sufre una familia cuando le comunican que su hijo ha muerto, pero no lo es convivir con la idea de que te lo han robado, sin miramientos ni escrúpulos.

Carmen Zambrana nunca fue al cementerio de San Rafael a visitar la tumba de su niña Juana porque sabía que no estaba allí, sino en casa de una familia pudiente, seguramente de una pareja que no sabía que para su felicidad habían roto la de otra.

Todo se remonta al 17 de enero de 1966. Carmen y Manolo, una pareja de Carratraca afincada en Mijas Costa se traslada al Hospital Carlos Haya ante el inminente nacimiento de su primogénita. Le ponen Juana en homenaje al abuelo paterno. Nada más traspasar el umbral de la puerta del hospital, entonces en manos del Estado, comienzan los despropósitos. La mujer, visiblemente dolorida, es conducida hasta un cuarto que más tarde describe como el de la limpieza, o eso le parece. Gracias a una trabajadora dedicada a la higiene del centro sanitario logra que la lleven hasta un paritorio, donde una matrona le atiende. La pequeña Juana nace sin complicaciones, haciendo felices a sus padres, casados justo un año antes. Durante los tres días que está ingresada en el hospital, las enfermeras llevan al bebé del nido a la habitación, y viceversa, para que la madre le dé el pecho y disfrute de ella.

A las 12 de la noche del 19 de enero, antes de que le den el alta, prevista para la mañana siguiente, vuelven a llevarle a Juana. «A la una y pico de la madrugada vienen y me dicen que se la van a llevar para que yo descanse», cuenta la madre, que les dice que se la quiere quedar, que a partir del día siguiente la niña ya va a estar siempre con ella y que es absurdo. «Nos la tenemos que llevar», le insisten dejándole con la palabra en la boca.

Unas horas después vuelven a la habitación para decirle que su hija se ha muerto. «Salí corriendo para el nido, que tenía una cristalera muy larga, y les digo gritando que me enseñen a la niña, que no está muerta, que eso no puede ser», relata afectada Carmen, que recibe como respuesta un tajante y seco «cállate y no chilles». La explicación: que se han muerto «unos cuantos por una vacuna en mal estado».

Otra parturienta, con su bebé en brazos, sale de la habitación contigua y le dice que eso no puede ser, que hacía poco había visto a la niña, que estaba en buen estado. «Esto es muy raro», le insiste. Carmen no recuerda más hasta varias horas después, cuando despierta en su habitación, en la 315, rota de dolor y aún adormilada por el tranquilizante administrado.

Por la mañana, Manolo llega dispuesto a llevarse a casa a Juana y a Carmen. Pero la cara de su mujer evidencia que algo no va bien. Carmen no para de llorar y le cuenta, intentando convencerse a sí misma, que de madrugada se ha muerto su hija. El padre va hasta el mostrador para exigir ver a el cadáver del bebé, pero no le hacen caso, según dice, y le informan de que el hospital se ocupará de enterrarla y que la inhumación será al día siguiente, el 21 de enero, en San Rafael. «Una enfermera que andaba por allí me dice que se han muerto cinco o seis por una vacuna, y yo, ignorante, le digo que eso como va a ser, si la niña estaba más sana que una pera», relata Manolo, que recuerda aquel momento como si fuera ayer, obviando los 51 años que han pasado desde aquella mañana de enero.

Al día siguiente fue con su hermano al entierro mientras Carmen se reponía del varapalo en casa. Los dos enterradores de San Rafael le muestran sobre una mesa cinco cajas mortuorias, los niños de las vacunas. «Le digo que abra la de mi niña, que la quiero ver y me dice que no se puede, que no quiere perder su puesto de trabajo», cuenta el hombre que le dice uno de los dos trabajadores. El padre y el tío de la pequeña Juana observan que el féretro de su niña, una pequeña caja de color negro, está precintada. «Cogió la cajita, se la puso bajo el brazo, y la pala en el otro, para arriba, y la entierran en una zanja, en el suelo», relata Manolo, que recuerda cómo aquello, ya en ese instante, le pareció un paripé. «Dentro sonaba como una botella y las demás cajas se quedaron en la mesa. Todo mentira», se lamenta.

Después de Juana nacieron Meli, José Manuel y Mónica. La primera lo hizo en casa porque Carmen se negó a parir en el hospital. Los dos siguientes lo hicieron en el Civil y en la clínica San Ramón de El Limonar, pero nunca dejaron que se llevaran a los bebés. El miedo de aquella familia a revivir lo que les había pasado en 1966 era tal que a Meli, la hija mayor, nunca le pusieron una vacuna. Por si acaso.

«Mi madre siempre dijo que le habían quitado a la niña, nos hemos criado sabiendo que tenemos una hermana en algún lugar», cuenta la mayor de los Sánchez Zambrana, que se ha hecho experta en la trama de supuestos bebés robados, llegando a abrir un canal de Youtube. Y es que en esta casa de Mijas Costa nunca necesitaron empezar a investigar, porque desde aquel 20 de enero de 1966 lo hacen.

Las visitas al Registro Civil de Carmen son innumerables. Nunca apareció la partida de defunción porque en ningún lugar consta que Juana esté muerta. De hecho, el Libro de Familia, lo más que recoge es una cruz dibujada por el funcionario de turno, que sólo se atrevió a hacer ese garabato en el documento. Tuvieron, incluso, que moverse para quitarla del registro de la Seguridad Social, para quienes también aparecía como viva. En una de esas visitas al registro, Carmen tuvo suerte y dio con una funcionaria que le facilitó aquellos papeles que llevaba años reclamando. Por fin aparecía el nombre de un médico, S.M.B., y que rubrica que Juana murió a las 12 horas de nacer. La única referencia a su estado de salud especificaba que tenía «debilidad congénita». Gracias a ese papel se atrevieron a denunciar, pues era la prueba de un embuste: nació el 17 y en teoría murió el 20, tras tomar el pecho. Según aquel informe, había muerto el 18. Además, nunca hallaron referencias a varias muertes aquella noche por una vacuna en mal estado.

A Meli y a sus hermanos les encantaría reencontrarse con su hermana. Manolo, su padre, admite que verla sería como si le tocara «la lotería». Su madre, Carmen, se echa a llorar. «Tiene que estar en algún lugar, nunca me he olvidado de sus santos ni de sus cumpleaños. Me la robaron a discreción y con mala leche, personas sin humanidad ni corazón. Sólo espero que quien la haya tenido la haya cuidado», dice.

Certificado del hospital

Ingreso.

Un documento de Carlos Haya recoge información sobre el ingreso, el nacimiento y la defunción tal cual sucedió.

Residencia sanitaria. La familia siempre dudó de la muerte de su primera hija, así que un año y medio después pidió un documento que recogiera todos los datos. Lo firmaba la dirección del hospital, con el sello de la Subdelegación general de Servicio Sanitarios, del Instituto Nacional de Previsión del Ministerio de Trabajo. Recoge el nacimiento (17/1/1966 a las 21 horas) y la muerte (el 20 de enero a las 5.30 horas).La familia siempre dudó de la muerte de su primera hija, así que un año y medio después pidió un documento que recogiera todos los datos. Lo firmaba la dirección del hospital, con el sello de la Subdelegación general de Servicio Sanitarios, del Instituto Nacional de Previsión del Ministerio de Trabajo. Recoge el nacimiento (17/1/1966 a las 21 horas) y la muerte (el 20 de enero a las 5.30 horas).

Certificado defunción de beneficencia

Muerte. Un médico desconocido para la familia firma un documento de defunción que contiene anotaciones e irregularidades.

Documento médico. El Consejo de Médicos de España ofrecía un documento gratuito para las familias incluidas en los padrones de beneficencia. Firmado por un médico que la familia no conoce ni afirma que vio, incluye dos irregularidades. La primera, que en lugar de decir la causa de la muerte dice el estado: debilidad congénita. Y la segunda que el fallecimiento fue a las 12 horas de nacer.