Llevaba la guitarra a cuestas. Casi como un fardo yeyé. A modo de complemento trashumante. Estaba, aun sin identificar, en todas las quinielas de detención de la Guardia Civil: hecho un cliché de algo impreciso pero destartalado y por tanto sospechoso; esa mezcla índiga tan hippy, la de los pies descalzos, el pelo largo, los modales flacuchos. Viéndole en las terrazas, saliendo con sigilo fantasmal de una pensión barata, pocos podrían pensar que diez años más tarde habría podido regresar a Marbella al estilo despechado de Bono con su hotel de Dublín; comprando todo lo que se le antojara, cambiando negocios, obligando a empresarios a deponer sus puertas y su arrogancia y buscarse la vida en otro país. Pensar en David Gilmour como un futuro millonario era un ejercicio demasiado poco creíble. Y más en la España cruda de los sesenta, donde todo el alboroto de la música moderna se interpretaba con frecuencia como una moda de buscadores de arco iris, un vicio generalmente extranjero, de los que se corrigen en los primeros días de mili. Sin ninguna relación con la riqueza inmediata y menos aún con el porvenir.

En 1966, mientras las cámaras y Fraga se obstinaban en los aristócratas y las modelos suecas, uno de los músicos más importantes de la época se paseaba sin hacer ruido por los locales nocturnos enfocados al turismo que ya empezaban a aflorar por la costa. Siempre acompañado de sus compañeros ingleses, entre ellos, el bajista David Altham, dejando entre asombrados y al borde de la Aspirina a todos los que le escuchaban: su guitarra ya diferente, cascabelera y ondulante, entonces todavía muy influida por Hendrix, por el idioma desbordante de Chuck Berry.

Nadie lo sabía. Lógicamente no se podía saber. Pero antes que a la forja de un millonario, que al fin y al cabo es algo anecdótico, muy de revancha de clase, Marbella estaba asistiendo al nacimiento de un artista. Un talento, Gilmour, que catapultaría muy poco después a Pink Floyd, dándole cuerpo de gran banda y llevando al rock a su verdadera transformación secular. Con unos mimbres playeros, ensayados una y otra vez entre equipos de saldo y afónicos, en una tierra que en menos de cien metros dibujaba un mapa melódico en el que tenía cabida el NO-DO, los cachivaches de algunos imitadores de los Beatles, la voz de Valderrama y la de Matías Prats.

Si The Cavern fue el granero de los de Liverpool, Málaga hizo de estado previo y embrionario de David Gilmour y Pink Floyd. De una manera extraoficial, sin levantar ni una brizna del revuelo que ya en esos mismos días movían en Londres los que serían a la postre sus compañeros de formación. Es posible que a Gilmour, en Marbella, no le aplaudieran ni sus compatriotas, embriagados de sol y de la gaseosa cerveza local. A él, en cualquier caso, le importaba muy poco. No había venido a hacer público ni amigos, sino a sobrevivir. Casi al estilo de un gorrilla bajo techo. Con contrato ralo y pesetero. Nada de grandes cantidades. Lo justo para moverse y comer.

Décadas más tarde, el propio compositor reconocería que en su época en Málaga, a la que sucedería otra larga estancia en París, lo del malditismo le salía a las bravas, sin ni siquiera ponerse a pensar. De todos los lugares posibles, el de la Costa del Sol se cruzaría en su vida y en la de su grupo, los Bullitt, posteriormente The Flowers, por un tipo de casualidad muy del gusto de las ETT; un empresario inglés les había ofrecido actuar en un par de clubes. Y la banda ni se lo pensó. El líder de Pink Floyd tocando por oficio y de manera anónima. En el inicio de un periplo histórico para la formación del grupo; después llegarían las salas de Saint-Etienne. Y también la vuelta a Londres, donde en poco tiempo se incorporaría a la leyenda. Primero como sustituto de un cada vez más desfasado Syd Barrett. Y, después, como auténtico y revolucionario protagonista, con permiso de Roger Waters, que también se acabaría por marchar.

El guitarrista, en su estancia en la costa, seguramente apenas podía intuir el cambio tan fulgurante que le esperaba al término del viaje. Quién sabe si no acudiría a París, con la maleta llena, atiborrada de notas, de trémolos, de jirones de música que más tarde se convertirían en alguno de los himnos de Pink Floyd. En esa misma Marbella, tan atiborrada de extranjeros, sus canciones no tardarían en oírse; serpenteando como culebras de desierto en viejos radiocasettes de coches, en bares, en fiestas clandestinas. Sin nada que permitiese advertir la más mínima conexión con la Costa del Sol; en los setenta, en Málaga, Pink Floyd era algo tan lejano como la bruma que traían algunos de Londres, el pasadizo hacia un mundo poroso pero con una frontera maciza. Tan sólida como para que nadie pensara en que era posible: una de las grandes estrellas del rock del siglo tocando para unos pocos. Manejando chatarra con la cara de Franco. Cruzando miradas de desconcierto con el país.