Encarni Jiménez ha traspasado el umbral de la puerta de Carlos Haya infinidad de veces. En la mayoría de ellas, hace décadas, recuerda haberse apostado en el mostrador para exigir explicaciones. Saber, en definitiva, qué fue de su hijo.

Su lucha, sin embargo, la emprendió -y la sigue manteniendo- en solitario. Su palabra contra la del resto de la humanidad. Sus lágrimas y desvelos a cambio de noes y de juicios de valor. Lucha desde 1976 contra un estigma, el de que la crean y eliminar de sus interlocutores la palabra «loca». Demostrar al mundo su cordura y que fue víctima de un robo a mano armada, avasallada por el peor de los diagnósticos: «tu hijo es un monstruo».

Es minuciosa, pero el paso de los años han hecho mella no en su memoria, sino en su estado de salud. Tras quedar tocada de por vida con sus dos primeros partos se convirtió en una superviviente, en una suerte de guerrera luchadora que le enfrentó a gigantes, y a su propia familia, por averiguar más sobre su hijo.

Su historia relata la sinrazón y el dolor de no saber. Porque muchas veces estas mujeres demuestran que no hay mayor condena que saber que un día de sus vidas pudieron evitar que su futuro se truncara para siempre, que cada día de su existencia podría haber abrazado a los suyos, al completo, sin pensar en que en algún rincón del mundo un niño crecía lejos de su verdadera familia, de su madre biológica, la que tanto luchó por sacarlo adelante cuando aún era un feto de tamaño minúsculo con riesgo de nacer prematuro y morir por la inmadurez propia de haber llegado al mundo antes de tiempo.

Encarni se juró a sí misma tras tener a su primer hijo, Antonio Fernando, que no tendría más. El parto, cuenta, le duró tres días y la dificultad para alumbrarlo hizo que le rompieran la pelvis. Eso la dejó lastrada de por vida, con dolores y un malestar difícil de superar, al menos a nivel psicológico. «Por mano de Dios o del diablo, no lo sé, me quedé embarazada del segundo», relata esta malagueña de 68 años que recuerda con pesar uno de los peores días de su vida, cuando su segundo hijo, Adolfo José, nació con sólo seis meses y medio de gestación.

«Este niño me costó mucho sacarlo adelante. Ahora es alto y hermoso», cuenta la mujer, que descubrió que estaba embarazada de él poco antes de entrar en el segundo trimestre de embarazo.

Pero el destino aún le tenía preparada una prueba de nivel. Decidió quedarse embarazada por tercera vez, pese a su delicado estado de salud, para cumplir su deseo de tener una niña y para hacer feliz a sus pequeños, que reclamaban otro compañero de juegos. «Me quede embarazada pero pasaban los meses y no tenía tripa, así que fui a un médico que pasaba consulta en la Alameda de Colón para que me viera», relata la mujer, que no olvida las palabras de aquel ginecólogo. «Encarni,¿ tu tienes ropa de bebé? Pues prepárala porque vienen dos», cuenta que le dijo.

Admite que salió loca de contenta de allí, aunque su marido no se lo tomó tan bien como ella. Pero a las tres semanas su alegría se truncó. Se indispuso y empezaron unos dolores que presagiaban que el embarazo gemelar no iba bien. «Tras reconocerme vieron que tenía la placenta desprendida y me dijeron que la niña venía mal, que solo se iba a salvar el hermano». Justo aquel día comenzó el ir y venir al hospital. «Me conocían hasta los gatos del jardín», bromea Encarni Jiménez, que relata que los médicos le insistieron en que aquel embarazo no llegaría a término.

Pero ni los médicos ni la placenta contaban con la tenacidad de aquella mujer de ojos vivos y espíritu luchador. En una de aquellas visitas a Carlos Haya se quedó ingresada para parir, era el 27 de septiembre de 1976. Denuncia que una enfermera la dejó encerrada en el baño mientras se ponía un enema y, al ir a por ella, la auparon a una camilla en la que dio a luz poco después. «No me metieron en quirófano, me atendieron fuera mientras yo veía que los demás paritorios estaban vacíos», relata la mujer, que afirma que dio a luz en una especie de paritorio de campaña al lado de un gran ventanal. «Llega un médico y me saca a la niña, que al final era la grande y le dice a una matrona que si había llamado a fulanita, no recuerdo el nombre», cuenta Encarni, que a estas altura del relato ya se quiebra. «Le dije que tenía dos, que me sacara al otro», cuenta la mujer, que relata que a los ocho minutos salió el niño, que en realidad era el de tamaño más pequeño, y al que escuchó llorar. «Esto es un monstruo, está deforme, lo vamos a matar», escuchó decir al médico, que no permitió que Encarni viera al pequeño, al que solo vio la coronilla, llena de pelo moreno. «Enseguida se calmó porque lo pusieron en la cuna con la hermana pero de repente llegó aquella mujer, que se lo llevó mientras él decía: ´corre al laboratorio, llévate a este monstruo´», cuenta la mujer, que relata que se quiso tirar de la camilla para ir tras ella por lo que, afirma, el médico le amenazó diciendo que o paraba o la dejaría morir desangrada.

«Yo le dije que era cristiana, que si lo iban a matar que donaran los órganos», relata Encarni, que confiesa que durante años creyó que su hijo había muerto y había salvado vidas donando. La única información que recibió es que se lo habían llevado a Madrid para analizarlo, pero afirma que nunca le dijeron si vivo o muerto o qué fue de él, todo pese a ir en infinidad de ocasiones para obtener información.

La falta de información y el oscurantismo de su caso, en el que se vio sola porque su familia creyó la versión del hospital, hizo que volviera a visitar a aquel médico de la Alameda de Colón para contarle lo que le había ocurrido. «Tu hijo no estaba deforme porque yo lo vi en la ecografía», relata que le dijo aquel galeno, que le insistió en que la única forma de pelear por su historia era recopilar documentación, extremo que nunca consiguió porque su historial médico, como tantos, desapareció en las inundaciones de 1989.

Un buen día, mientras veía la televisión, escuchó un caso similar al suyo. «Cuando me quise dar cuenta tenía el corazón encogido y pensé: pero si esta es mi historia». Desde entonces lucha junto a la Asociación Alumbra. «Sólo juntas podremos derrumbar estos muros».