Veía un campanario. Un olivo. Una sombra. Una bicicleta de niño acostada sobre la nariz partida. Una gramática visual aparentemente ajena a la rudeza de un campeón de pesos pesados de Cestona. Pero que para él, Ferdinando Scianna, era siempre más de lo mismo: la luz de Sicilia. Decía que sin su tierra, los campos de Bagheria, habría sido incapaz de hacer una sola fotografía. Y eso lo mantenía presente a diario, con independencia de que tocara trabajar junto a la risa de una modelo o frente a un mapa de edificios vacíos. El hombre que retrató a Borges estuvo también en Torremolinos. Cámara al hombro. Retado por un paisaje mediterráneo en el que apenas hacía pie la tranquilidad de los pueblos italianos. Y por una figura poderosa, la del boxeador Urtain, trágico dios balaceado de manos macizas.

En cualquier otra trayectoria como la de Scianna la aparición del púgil hubiera provocado un cortocircuito. Nada más aparentemente antitético a las piezas que habían dado fama al artista: sus meditaciones contemplativas, las colaboraciones con Sciascia o Vázquez Montalbán, la literatura. Al menos, en la superficie. Porque en la lente de Scianna, tanteada por Sicilia, todo adquiría un nivel de coherencia pródigo y subterráneo. Hasta el punto de convertirse, y por mediación de Cartier-Bresson, otro de sus admiradores, en el primer fotógrafo con currículum en el mundo de la moda en formar parte de la plantilla de la agencia Magnum. Para el italiano no había distinción entre la sesera del autor de El Aleph, la ropa de Dolce & Gabanna y la estructura rocosa de Urtain, al que captó en toda su amplitud. Con su grandeza y su premonición de ruina.

Urtain surge en el catálogo histórico de Magnum sin camiseta, con los bloques de Playamar de fondo, la cara afable e imperial, casi de escultura clásica, en un coche, vestido de romero. Una biografía improvisada, trazada en un momento de la vida del boxeador que parecía una frontera de comediante a lo divino: por un lado, el éxito atropellado y, por el otro, los signos de la decadencia, todavía esquemáticos y peliagudos. En 1973 y aunque ya no era campeón de Europa, el mocetón vasco seguía representando una cúspide. Una figura que sintetizaba el orgullo nacional, de las que dialogan en línea recta con los Induráin o los Nadal. Y en una época, además, en la que el país estaba ávido de nuevos héroes, presa de su propia cerrazón y oscurantismo.

En los días en los que el campeón de Cestona estaba siendo retratado por Scianna todo el mundo hablaba de un combate que se venía preparando desde hacía meses. El enfrentamiento del español con Foreman. De hecho, y casi a la par de las sesiones, hubo encuentros en Málaga. Citas a las que el púgil acudía de buena fe, y en las que generalmente se veía envuelto en una espesa tela de araña repleta de agentes, publicistas, promotores y empresarios hábiles. El mismo cortejo que acabaría por engullir a Urtain, arrinconado posteriormente en el cuadrilátero de las finanzas y de la vida fácil. Lo que no consiguieron los puños de Pedro Carrasco lo logró la ingenuidad y el cinismo del mundo que rodea la fama, la fábrica de juguetes rotos.

Casi dos décadas después de las fotos de Scianna en Torremolinos, el tigre vasco caía desplomado por su propio peso desde el balcón de su casa. Quedaría en el aire una ruta retorcida repleta de claroscuros, con la luz contraída de Sicilia y Torremolinos como telar para la agencia Magnum. El encuentro con el fotógrafo italiano, en cualquier caso, no había sido casual: eran los tiempos en los que la firma tenía a sus principales artistas distribuidos por los puntos de descanso y los paraísos cambiantes de moda. La Costa del Sol disfrutaba, sin duda, de esa condición, como atestiguan, sin ir más lejos, las constantes visitas del boxeador, que no vino únicamente ese verano y con motivo del reportaje. A Urtain, un tipo que levantaba piedras de doscientos kilos, le iba también Torremolinos. Un lugar al que acudía preferentemente de vacaciones, pero sin hacerle ascos a ponerse los guantes: Lo hizo en 1975, en una pelea de exhibición organizada en la Plaza de Toros. Tanta devoción existía en la provincia por el púgil que no sólo la cámara narrativa de Scianna le rindió homenaje: en uno de sus viajes fue invitado a hacer el saque de honor en La Rosaleda. Rodeado de vítores, de flashes, de buscadores de opinión que no le dejaban en paz ni al pie de la pista del aeropuerto. Aquí fueron grabadas sus famosas declaraciones de ruptura con su manager, Renzo Casadei. Y las primeras alegrías después de la conquista del título de campeón de Europa, la histórica victoria frente a Peter Weiland. Al final de su tiempo, cuando se sentía acosado por las deudas y abandonado, en esa lucidez de la derrota, José Manuel Ibar, que así se llamaba, recordaba la cara estela de esos años, de la vida en la que lo fue todo. Incluso tinta en el papel que diez años después llenaría Borges, el blanco soñador, el cielo siciliano.