La cultura ha sido considerada tradicionalmente en el ámbito de lo estrictamente artístico, como si lo 'único' que pudiera proporcionar es alimento para el alma, herramientas educativas y otras bondades fundamentales pero generalmente intangibles. Sin embargo, más allá del goce y satisfacción estéticas, diversas experiencias en el mundo han probado que el hecho cultural puede situarse en el centro mismo de la estrategia económica y de promoción de una ciudad; ser, en suma, un motor de su economía de primer orden, un factor de desarrollo que trasciende la experiencia cultural misma. La cultura puede ser, además de una necesaria herramienta de conocimiento, una estrategia comercial de primer orden; que los museos, festivales de cine y otras iniciativas de diversa índole cultural pueden funcionar como armas para el posicionamiento nacional e internacional de una ciudad.

Málaga se ha sumado a esta red oficiosa de ciudades que han entendido que lo mejor y más destacable que puede ofrecer una ciudad de sí es su acervo, su stock artístico, su conjunto de experiencias estéticas. Y es que el 70% de las decisiones a la hora de elegir destino vacacional tienen en consideración la oferta cultural.

De ahí que en 2016 los museos más notables de la ciudad atrajeron a cerca de 900.000 visitantes (cifras sólo rebasadas por Madrid, Barcelona, Valencia y Bilbao, hasta ahora una liga a la que aparentemente no podríamos aspirar jamás) y la ciudad está encaramada en el top 5 del hit parade cultural que elabora anualmente la Fundación Contemporánea.

En realidad, la apuesta decidida por la cultura de Málaga viene de (relativamente) lejos. Concretamente, de cuando a la entonces alcaldesa de Málaga, Celia Villalobos, impulsó una cita cinematográfica que iba a ocupar un hueco clamoroso en el calendario cultural: el Festival de Cine Español (hoy En Español). Hoy, con la mayoría de edad cumplida, habiéndose convertido en la casa del cine español y buscando cada vez con mayor intensidad su horizonte natural, el cine latinoamericano, podemos decir que Málaga es la capital del cine español. Todo un logro, especialmente si tenemos en cuenta la excesiva centralización que suele aquejar al panorama cultural español. Justo aquí comenzó la operación para que Málaga empezara a ser un nombre que sonara a cultura.

El segundo hito que marcó el comienzo de la transformación cultural malagueña fue la apertura del Museo Picasso Málaga, la aventura de gestión artística más sobresaliente, mejor ejecutada y más perfectamente desarrollada de todas y cuantas se han sucedido en nuestra ciudad. Con la pinacoteca del Palacio de Buenavista, la ciudad dio el salto cualitativo y se autoconvenció de que debía exigirse la ambición y la excelencia. Las cifras avalan la aventura: más de 600.000 entradas despachadas cada año convierten a la pinacoteca en la más visitada de Andalucía, 30 millones de euros por temporada de impacto económico, según un estudio de la Fundación Ciedes y Analistas Económicos.

Curiosamente, el tercer hito fue un fracaso: la lucha por la Capitalidad Cultural Europea 2016. Málaga cayó en primera ronda pero la campaña del Ayuntamiento había calado en ciertos sectores de la ciudad. Por primera vez, diferentes gestores, talentos y hombres y mujeres de la cultura, gentes que casi siempre trabajan en la soledad de sus aventuras más o menos personales, se reunieran para poner en común preocupaciones, ideas y ambiciones. Aunque fuera sólo una vez. Y otro intangible: la cultura se coló en la primera línea informativa de la ciudad, abriendo las portadas de los periódicos, trascendiendo ese estrecho espacio que da color y gracia a una primera página coronada por los temas supuestamente importantes de verdad; la cultura ya no era la exposición del artista más o menos afortunado, el recital más o menos vibrante y con más o menos entradas despachadas, sino un posible valor económico, un motor que había que engrasar y que podría devolver con creces, no sólo en términos de imagen y fotos, las inversiones que en ella se hicieran. Un motor, un factor de transformación social. A pesar del no de la primera ronda, había quedado claro que la cultura era algo capital para nuestro futuro inmediatísimo.

Faltaba atinar, buscar la diana concreta hacia la que dirigir la flecha. Y el alcalde de Málaga, Francisco de la Torre, pronto determinó el objetivo, el lugar al que apuntar: la ciudad de los museos. Sin una estrategia concreta detrás pero sí notable entusiasmo y ambición, abrieron sus puertas el Museo Carmen Thyssen y las delegaciones del Museo de San Petersburgo y del Centre Pompidou; grandes nombres, grandes marcas registradas de la cultura a las que asociar el todavía infalible nombre de Pablo Picasso. Así, se ha generado una red de museos (hay 37 en toda la ciudad) que buscan atraer al turista de la cultura y generar experiencias de ciudad, darle contenido a una urbe que hasta hace no tanto supervivía, en términos de imagen y promoción, de las sempiternas fórmulas climáticas y gastronómicas. Sólo el Ayuntamiento de Málaga invierte 10 millones cada ejercicio en mantener sus pinacotecas, pero es que las cifras de vuelta son importantes: por ejemplo, la actividad museística vinculada al turismo genera 450 millones anuales y 6.000 empleos. No son números nada malos para un puñado de cuadros y esculturas, ¿verdad?

En definitiva, la apuesta por la cultura ha conseguido un triple objetivo: por un lado, meter de lleno a Málaga en el pujante circuito del turismo cultural; de otro, modernizar y prestigiar su imagen, algo lastrada por el lugar común del sol, playa y espetos, y, finalmente, personalizarse, hacerse un hueco propio en el saturado mercado de nichos y destinos turísticos. A lo largo de estos años Málaga se ha dotado de una serie de armas para su reinvención como ciudad y la diversificación de su actividad. Se ha ganado su futuro inmediato en sus propios términos.