Hace muchos años, quizás en la década de los años 50 y 60 del siglo pasado, conocí no recuerdo en qué ocasión, a un representante de comercio que por lo menos dos veces al año se desplazaba a Málaga para visitar a sus clientes y ofrecerles las últimas novedades de los productos que representaba. Lamento no recordar su nombre. Tendría entonces unos cincuenta y tantos años.

Lo conocí, repito, no sé con qué motivo. El caso es que me expresó su deseo de venirse a vivir a Málaga el día que dejara de trabajar. Me interesé por el motivo de elegir Málaga para residir el resto de su vida. La respuesta me dejó estupefacto. «Quiero vivir en Málaga por el nombre de sus calles».

Y ante tan insólita respuesta, y mi interés por desentrañar el secreto que encerraba, me confesó que en una ciudad plagada de calles con nombres tan sugerentes, poéticos, históricos, originales… tenía que vivirse muy bien. Se había enamorado de Málaga por el nombre de sus calles. Y con una admiración contagiosa me fue enumerando los nombres de las calles y paseos de Málaga, según él, sin parangón con otras ciudades.

¡Qué delicia vivir en una ciudad donde existen arroyos con nombres como de los Ángeles, Jaboneros, de los Pilones, de las Cañas, del Café! Le entusiasmaban los rótulos de algunos paseos, como de los Curas, de las Acacias, Valle de los Galanes, Pedregalejo, La Rosaleda, el Monte Coronado...

Me citó casi con el tonillo de los niños de la escuela cuando recitaban la tabla de multiplicar: Fresca, Beatas, Tiro, Cintería, Cerrojo, Pito, Duende, Panaderos, Ollerías, Especerías, Salitre, Carretería, Gigantes, Cobertizo del Conde, Huerto de Monjas..., todos nombres evocadores que le trasladan a los lejanos tiempos de las calles gremiales.

Recitó con admiración otras vías de la ciudad, como el Pasillo de Guimbarda, Frailes, Don Cristián, Rafaela, Natalia, Pajaritos, Torregorda, Cinco Bolas, Dos Aceras, Agua, Ancha del Carmen, Miraflores de los Ángeles y echaba de menos, porque ya había desaparecido, el Boquete del Muelle.

¿Hay algo más poético que una vía rotulada Carril de los Niños? Y qué decir de la calle Hoyo de Esparteros, calle Horno, Camas... ¡En esta ciudad con estos nombres es donde yo quiero vivir y morir... y ser enterrado en el Cementerio Inglés!

Se conocía el nomenclátor de Málaga mejor que los carteros y taxistas, y en cada cita le ponía un acento de admiración y respeto.

No sé si llegó a gustar las excelencias de Málaga, un sueño que iba alimentando en cada una de sus visitas a nuestra ciudad. No volví a verlo. Pero me dejó una profunda huella: un hombre que quería vivir en Málaga por el nombre de sus calles.

...y decidí quedarme en Málaga

Del siguiente caso puedo dar el nombre: Antonio Fernández Marcitllach. Lo entrevisté en 1994 para la revista del Real Club Mediterráneo. Como funcionario había estado en Asturias, Palencia y en 1947 arribó a Málaga. Reproduzco parte de una respuesta: «Los meses pasaban, me di cuenta de que el frío no llegaba. Acostumbrado a Madrid, Palencia y otras ciudades del norte me quedé sorprendido ante el buen tiempo. Creo que 1947 fue uno de los inviernos más templados de Málaga. Me dije a mí mismo: De aquí no me voy. Vine por un año y llevo cuarenta y siete».

Murió en Málaga a muy avanzada edad. Las últimas veces que lo vi y hablé con él fue en un banco del paseo marítimo en compañía de su mujer.

Un día me instalaré para siempre

En febrero de 2002 Málaga fue sede de la asamblea general de la Asociación Española de Clubes Náuticos, organización que corrió a cargo del Real Club Mediterráneo. Yo entonces ocupaba una de las dos vicepresidencias de la veterana y siempre joven entidad. Durante los días de celebración formé parte del equipo que atendió a los visitantes y acompañantes.

El último día de la reunión, uno de los asambleístas que era la primera vez que visitaba Málaga, en la pérgola del club, uno de los lugares más privilegiados de la ciudad, me expresó su admiración por Málaga. Empezó ensalzando el lugar, y no ocultó su entusiasmo al decir sin ambages que nunca había estado en una terraza con vistas tan maravillosas… y eso que era febrero. El día que pueda, confesó, me vengo a vivir a Málaga para siempre.

Le formulé una pregunta obligada: ¿Solamente quiere vivir en Málaga por esta terraza? Su respuesta fue más allá del lugar donde estábamos celebrando la clausura: «Aparte de la terraza, Málaga me ha sorprendido por la posibilidad de disfrutar de todo sin necesidad de recurrir ni al coche propio ni a los taxis. Todo está a mano. He ido al Cervantes andando a un concierto sin necesidad de recurrir a la reventa de entradas, he estado en museos, bares, restaurantes, tiendas, lugares de ocio, sin paraguas, sin abrigo ni bufanda, sin malos modos, con gente amable, la plaza de toros casi en el Centro, las playas y por supuesto el clima. Me parece que los malagueños no valoráis lo que tenéis. Pronto seré un malagueño más».

Desconozco si ha podido cumplir ese sueño o lo hará realidad en fechas próximas.Salir a la calle

Otro foráneo enamorado de Málaga es un gallego que vino por aquí por razones profesionales, y aunque ahora durante la semana tiene que desplazarse a otra provincia por su actividad, los viernes se viene a Málaga donde pasa el fin de semana hasta el lunes, cuando a primerísima hora, se sube en su coche para trasladarse nada menos que a la provincia de Ciudad Real. Los fines de semana los pasa en Málaga.

Conversando con él sobre su situación me dijo que una de las razones por las que prefiere Málaga a cualquier otro lugar es porque no tiene que cambiar de vestimenta a cada momento del día. En mi tierra, si uno va a salir a media tarde para cualquier circunstancia, tiene que ponerse chaqueta y corbata. Está mal visto ir de forma desenvuelta. Aquí hay libertad para acudir con un vestuario cómodo, sin etiquetas... Da gusto por vivir aquí.

Un deseo incumplido

Hacia los años veinte del siglo pasado vino a Málaga un ingeniero de telecomunicación danés para incorporarse a la famosa empresa italiana Italcable. Un inciso: el edificio de Italcable se ha salvado de la piqueta y hoy alberga a la Cofradía de Mena.

Este señor danés, Willy Hansen, empezó a trabajar en la sede de Málaga de la más importante empresa de telecomunicaciones de Europa. Conoció a una malagueña con la que contrajo matrimonio.

Varios años después, cuando Benito Mussolini ejerció todo el poder en Italia, una de las decisiones que tomó (creo que muy acertada) fue la de prescindir de trabajadores no italianos en empresas italianas en los casos de que hubiera súbditos italianos que podían cubrirlos. Primero, los míos, y después, los extranjeros.

La decisión de Mussolini afectó al señor Hansen; apesadumbrado tuvo que abandonar Málaga y seguir su actividad profesional en otra empresa similar, no italiana por supuesto. El primer destino en la nueva empresa fue San Petersburgo, en la Rusia de los zares que ya no era de los zares porque la revolución soviética estaba en sus inicios. El cambio de residencia fue radical. A sus amigos y familiares de su esposa confesó que se iba con pena pero que algún día regresaría a Málaga.

De San Petersburgo, la empresa lo trasladó a otro lugar donde lo necesitaban. Si la ciudad rusa era fría y a la que costaba aclimatarse fue a parar a una de las ciudades más húmedas, contaminadas y de clima menos apetitoso: Newcastle, Inglaterra.

Allí permaneció durante la II Guerra Mundial, hasta 1945. Al firmarse la paz, la empresa tuvo que proceder a la reparación y colocación de nuevos cables submarinos destrozados por la contienda. El nuevo destino del señor Hansen fue Calais, en Francia, con una costa ventosa y desagradable. Total, cambio de lugar... quizás a peor. No obstante seguía soñando con volver a Málaga con su mujer y los sus hijos.

Ya se acercaba la fecha de jubilación. El sueño de Málaga seguía alimentado su mente. Nuevo destino: Helsinki. Más frío, menos sol, y playas de aguas gélidas.

Cuando llegó el soñado deseo de volver a Málaga enfermó y murió en su ciudad natal, Copenhague. Su esposa sí pudo venir a Málaga a pasar unos días con sus hermanos y sobrinos.

La carta

Pero hay excepciones. No todo es favorable para Málaga, su clima y sus gentes. Hace unos treinta años, el escritor, periodista y poeta malagueño José Salas Guirior, asiduo a La Cosmopolita, el llorado café de la calle Larios, oyó a una inglesa despotricar contra Málaga y los malagueños.

Que si gritaban mucho, que si tiraban las colillas al suelo, que si las calles estaban sucias, que si los ruidos la enloquecían… Pepe Salas, todo un señor educado e ingenioso, se atrevió, ante tantas críticas a Málaga y sus habitantes, a intervenir porque estaba en la mesa contigua. Le preguntó con toda delicadeza: «Señora, ¿tiene usted ahí la carta?». Sorprendida la señora le respondió con otra pregunta: «¿De qué carta habla usted?». Con la exquisitez que le caracterizaba, Salas Guirior, sin perder la sonrisa, le aclaró: «La carta que los malagueños le han escrito para que venga a Málaga». La planchó.