Uno de los encargos más engorrosos que un periodista de mi época podía recibir era redactar una nota necrológica u obituario, sobre todo cuando el difunto era un señor desconocido para el redactor encargado de ensalzar al personaje.

Cuando yo empezaba en la profesión me tocó la «china» de escribir una necrológica de una persona que era conocida en Málaga pero de la que yo apenas tenía relación; sabía algo de su existencia pero muy poco sobre su vida, como hechos, acciones, distinciones... en las que apoyar el obituario.

Un colega, que me doblaba la edad, me indicó el camino a seguir. Se me antojó algo osado no exento de riesgo.

Me reveló que en el periódico en el que desempeñaba su profesión era costumbre en casos determinados copiar la nota necrológica publicada en otro periódico de otra provincia cambiando el nombre y algunos rasgos y títulos del extinto... o extinta.

Se recurría a frases hechas como «madre amantísima», «generoso y desprendido», «caballero cabal», «ciudadano ejemplar»..., lugares comunes que unas veces respondían a la verdad y otras estaban lejos de reflejar la personalidad del ensalzado.

Abundando en el consejo, me remitió al «archivo secreto» de necrológicas que se conservaba en la redacción del periódico. En él había un centenar de obituarios para utilizarlos en caso de necesidad.

Con cambiar los nombres, el lugar del sepelio, la iglesia en la que se iba a oficiar el funeral y otros pormenores, el resto del texto servía. Es más, me amplió la información con otro detalle: las necrológicas preferidas eran, por su calidad literaria y sentimiento, las que se publicaban en los periódicos de Pamplona.

Yo no me atreví a tanto, sobre todo porque me habían relatado unos meses antes un caso de lo que podemos denominar de «humor negro». El autor de la necrológica no la «fusiló» de ningún periódico pamplonica, pero sí recurrió a los tópicos habituales de «madre amantísima», «esposa ejemplar»... Al día siguiente, un amigo del periodista, le advirtió: «Esa señora, madre amantísima, esposa ejemplar…¿sabes quién era? Pues la encargada de un casa de un lenocinio, de una casa de trato, vamos».

El periodista no se inmutó: «Bueno, también tenía derecho, ¿no?».

<h2>Malos deseos</h2>

Cambiando de tercio, como en las corridas de toros, me voy a detener en algo muy común, como es el insulto. Somos dados, unos más que otros, a recurrir a frases hirientes, vejaciones, insultos, malos deseos... A veces reaccionamos de forma ineducada o violenta por alguna acción que nos perjudica o nos molesta, como, por ejemplo, un automovilista que nos adelanta poniéndonos en peligro; el señor o señora de una ventanilla de la institución publica o privada no nos atiende; el que no respeta un paso cebra y pone en peligro nuestra integridad; el que nos empuja para colarse en una cola y...

Hay frases muy arraigadas en el lenguaje vulgar como «malas puñalás te den», «me cago en tus muertos», «tus muertos a caballo», «te lo vayas a comé, rebaná, con manteca colorá», «para chuparse los deos», «mardito parné»...y obvio los insultos a los árbitros de fútbol que cada domingo, lunes, martes y todos los días de la semana (porque todos los días de la semana hay partidos de liga, de copa, de la Champions...) porque están en boca los ultras y los hinchas de casi todos los clubes de fútbol.

Los gitanos tienen sus dichos, como el mal deseo que oí de labios de una vendedora de romero o lectora de las rayas de la mano: «Ojalá se te hinchen los pies y te hagan cartero».

Pero el insulto más preciso y expeditivo que he oído en mi vida fue lo que el portero de la casa en la que yo vivía con mis padres le deseó a su mujer con la que tenía diarias trifulcas por culpa de la bebida. Le dijo: «Ojalá te murieras a las doce menos cuarto». El reloj marcaba las once y media. No se murió pese la precisión de la hora en la que tenía que fallecer.

Hay otras muchas expresiones y maldiciones malagueñas de las que recuerdo «Está de la buten». «Con las de beri». «Esa está más salía que la perra del tío Hilito». «Está en la quinta palmera» (lugar del Parque de Málaga donde se reunían los homosexuales), «A la remanguillé»...

<h2>Respeto al reloj</h2>

Sobre la puntualidad, apoyándome en el dicho «un minuto antes de la hora no es la hora; un minuto después, no es la hora. La hora es la hora», un amigo tenía una opinión sobre la puntualidad: «La puntualidad es llegar diez segundos antes que el otro». O sea, que hay margen para quedar siempre bien.

Precisamente, la puntualidad es el eje de una historia tan corta como exacta. El conserje o portero de determinado centro de Málaga, al saber por el médico que atendía a su hija que su padecimiento era muy grave con riesgo de muerte, hizo la promesa de dejar de fumar durante veinte años.

Su hija, afortunadamente, salió adelante y recuperó la salud.

Su padre cumplió la promesa, y al pasar los veinte años de la misma, cuando el reloj marcaba las doce de la noche del último día, encendió un cigarrillo y volvió a fumar hasta el fin de sus días... y quizá siga fumando porque no tengo noticia de que haya fallecido.

Otra historia sobre la puntualidad, y esta con final trágico, fue la decisión de un señor que habitaba en una ciudad de la provincia de Málaga. Un revés le privó de gran parte de sus bienes. Pensando en su mujer e hijos se hizo un seguro de vida. En las condiciones de la póliza figuraba un apartado o artículo en el que se advertía que no se indemnizaría a los herederos legales del tomador del seguro hasta pasado un año de la firma.

Cuando se cumplió el año se suicidó. Su viuda e hijo cobraron la cantidad estipulada. Parece ser que ninguno de ellos tuvo conocimiento del caso. Solamente lo sabía un amigo que no pensó nunca que iba a tomar la fatal decisión.

<h2>Ha prescrito</h2>

Coincidíamos en una cafetería de la Alameda de Colón, a donde íbamos a media mañana casi todos los días el director de Radio Nacional en Málaga, José Luis Navas, fallecido hace unos meses, con dos abogados que tenían su bufete en esa zona. Entonces, los juzgados estaban en el edificio construido para tal fin el la esquina de la calle Tomás Heredia con la avenida Manuel Agustín Heredia. Los juzgados después se ubicaron en el edificio del Hotel Miramar y finalmente en el nuevo Palacio de Justicia que, como los anteriores, se ha quedado pequeño.

De aquellas minitertulias que duraban 20 minutos más o menos, recuerdo el comentario de uno de los dos letrados al salir a colación la hipotética reclamación de un país de la América de habla española al reino de España del oro que nuestros conquistadores trajeron a la corona española.

Muy serio sentenció: «El delito ya ha prescrito».