María Bueno era joven, sindicalista. Una chica fuerte, de principios, que no tuvo miedo a reconocer un embarazo en la juventud, fuera del matrimonio y sin la figura de un hombre que reconociese al bebé. Tampoco tuvo reparos en decírselo a su familia aunque los conocía tan bien que sabía que no sólo no le repudiarían, sino que le abrirían las puertas y le ayudarían a criar a aquel bebé fruto de la inexperiencia pero gestado con mucho amor.

Tenía 20 años, pero la madurez propia de una mujer mayor. Vivía en el pueblo gaditano de La Línea de la Concepción, donde en pleno franquismo no le temblaron las piernas para luchar por los derechos de las mujeres, reivindicar la igualdad. Se sentía igual a sus compañeros, ambicionaba un mañana en el que demostrar no solo que las mujeres pueden ser iguales que los hombres, sino que pueden llegar a estar por encima de ellos. Su prometedor futuro dio una vuelta de tuerca el día en que decidió tener aquel bebé, pero lo que nunca pensó es que aquel feto llevaba grabado en la sangre la lucha y que, por él, su madre movería, sin importarle las consecuencias, cielo y tierra.

«Mari, esta es su casa y yo tu madre , tengas uno o 20 hijos a lo largo de tu vida», le dijo su madre al conocer la noticia. María no había tenido dudas, el qué dirán le daba igual. Ese bebé era suyo y ella, aunque joven, siempre había sabido que sería madre, la naturaleza mandaba.

Los principios de los Bueno Morales eran sólidos. Ellos, como fuera, por delante de todo. Así que no escatimaron en gastos para que la pequeña de la familia tuviese la mejor de las atenciones de entonces: un ginecólogo privado que llevase el seguimiento del embarazo.

La fecha del parto estaba prevista para final del año 1981. Pero el 23 de diciembre, una María joven e inexperta sintió un dolor en los riñones que le hizo creer que podía empezar el parto. Entonces, su madre le dijo que fuese a ver a aquel ginecólogo de pago que había controlado el embarazo y que conocía al dedillo su historial médico. Su hermano mayor la acompañó para que no se sintiese sola. La sala de espera de la consulta estaba llena y María necesitaba contarle a todos que iba a ser madre aquella Navidad. Rozando la hora de comer la hicieron entrar, sola, en una pequeña habitación en la que, antes de salir, se dejó su juventud, su inocencia y su ilusión.

«Se puso la trompetilla y me dijo que había un 99% de probabilidad de que el bebé estuviera muerto. Y no solo eso, me dijo que lo más grave era que podía llevar muerto mucho tiempo y que podía ocasionarme una infección que me podía matar», recuerda.

El miedo se apoderó de esta joven de principios, que solo quería sobrevivir. No le dio tiempo a llorar a su hija, porque no quería que su madre la llorara a ella. Así que siguió las directrices de aquel médico insensible: al día siguiente, el 24 de diciembre, debía acudir al hospital municipal, donde le provocarían el parto para «salvarle la vida».

La pasaron a una habitación privada, lejos de aquellas comunales donde había parido su madre y donde ella debía estar, ya que no tenía seguro. Una habitación por la que nunca le pasaron una factura, como tampoco por aquellos servicios en un día como el de Nochebuena. Aunque atando cabos a posteriori ha comprendido que todo desde aquel momento estaba orquestado, en aquellos momentos de incertidumbre y dolor no cabían elucubraciones: tenían que evitar a toda costa que María sufriese una sepsis.

Las monjas, de la orden de la Caridad, intentaron romperle la bolsa en numerosas ocasiones. Le dieron pastillas, la exploraban para que aquel parto empezase. Pero nada. Durante horas María lloró de impotencia, y de miedo, sobre aquella cama de color crema.

Al caer la tarde, los profesionales se la llevaron a una sala de parto. «En ese momento me manipulan de nuevo y se rompe la bolsa de líquido amniótico. Se me mojaron las piernas, me pasaron a una camilla y el médico, que me agarra del brazo derecho, me dice: ´te voy a dormir porque ya has sufrido bastante´», relata María Bueno que despertó 12 horas después, el Día de Navidad, con la entrada de una monja que le preguntó si le habían traído al bebé. «¿Qué bebé? Está muerto», le dijo María. La monja entró, entonces, con un Niño Jesús de porcelana. «Dale un beso al niño Jesús, que él te consolará», le pidió. María entonces se dio la vuelta y entró en un mutismo que le duró 8 meses.

Al día siguiente, antes de abandonar el hospital, le pidieron sus datos de afiliación. Se fue sin papeles. «Tampoco se nos ocurrió pedirlos, en aquella época la autoridad era el médico, no se discutía nada», agrega la mujer.

La pequeña María -así se iba a llamar el bebé- fue enterrada el día de Navidad. Solo la hermana la vio, envuelta, antes de ser introducida en una cajita blanca. «Tenía la carita redondita, muy bonita», asegura que le contó décadas después su hermana Lourdes.

Tres años después se casó con el padre de sus hijos Rocío y Carlos, del que se separó años después tras afincarse en la Costa del Sol. «No volví jamás a un ginecólogo privado», afirma María, que durante años creyó la historia que aquel médico le había contado sobre su parto y la muerte de su hija.

«Yo no hablaba de María, estuvo en un lugar de mi mente durante 28 años», confiesa la mujer, que hace 8 años comenzó a tener problemas de salud. Entonces, su médico, pidió todo el historial para saber cuál era su pasado sanitario. María recordaba su parto y aquel anuncio fatal de posible muerte por la infección de su feto, así que buscó la dirección del médico por internet para ir a visitarle.

Cual fue su sorpresa que al introducir el nombre y los apellidos del galeno vio decenas de comentarios en internet sobre supuestos robos de bebés. «A mí esto no me ha ocurrido», se dijo María que, no contenta con eso, decidió pedir documentación en el Ayuntamiento, que entonces era el titular de aquel extinto hospital. «No había nada de mi parto. Después, en el cementerio, revisé ese día, los días sucesivos, años posteriores y anteriores, por si había habido algún error... nada». Entonces, a María se le despertó algo que llevaba dormido décadas dentro de sí. Ató cabos, y cuando consiguió el registro, vio que estaban todos los partos menos el suyo.

Tras litigar, consiguió que el Registro le diera el legajo de aborto. «Sitúa los hechos en vez del día 24 el 25 a las 2 de la tarde, en vez de por la noche, y dice que es un feto de siete meses y medio, no de nueve», señala. Una vez denunció, descubrió que su caso se suma a muchos más. De hecho, en el mismo mes, ese ginecólogo atendió más partos en los que los niños supuestamente murieron. «¿Puedes creer que en un pueblo por muy fronterizo que sea es normal que al mismo ginecólogo se le mueran 11 niños en el mismo mes?», agrega. De hecho, el caso de la Línea de la Concepción es uno de los pocos que no se ha archivado en España sobre la trama de bebés robados e investigan ochenta casos que afectan a dos médicos directamente. En la actualidad, está en manos del Fiscal Jefe de Algeciras.

Aquello que despertó dentro de la luchadora María Bueno hizo que su hermana le revelara que había visto el cadáver de un bebé. Pero la incansable activista, que desde aquel día no ha dejado de luchar creando para ello la Asociación por la Lucha de Madres de Bebés Robados de Andalucía (Alumbra) investigó. Y varios médicos le confirmaron que un bebé que lleva tiempo muerto en el vientre materno no puede tener un aspecto normal ni «bonito». «A mi hermana le extrañó todo, pero el caos emocional, mi hermetismo y la inexperiencia hizo que no dijera nada. Esto quedó en la mente de todos, pero nunca más se habló», recuerda con pesar.

Por eso, confiesa, encontrarla sería algo «impresionante». «He vivido 28 años ignorando esta maldad, conocerlo ha fracturado mi equilibrio emocional, he tenido que acudir a psicólogos y eso pese a que tengo sentido común», señala la mujer que afirma, tajante, que «han roto» su vida.