Solía, en plena borrachera, ponerse a dirigir el tráfico. Con ademanes broncos, casi de latinista sonado. Dejando que la cogorza y la temeridad, tan habitualmente unidas, desmintieran su prosapia. Más que la hija de un hombre de Estado parecía un tópico anticipatorio; algo así como lo de Magaluf pero de buena familia. Y con un temperamento que lo mismo llamaba a las puertas de la diversión que a las del calabozo. Entre el estallido sentimental y el incidente diplomático. Cuando en octubre de 1963 las autoridades franquistas quisieron expulsarla de España no fue por rojerío ni por espionaje. Sino por liarla corajuda. De madrugada. Dicen, incluso, que decenas de veces.

Desde que decidiera postergar su carrera como actriz, Sarah Churchill se había ido ganando la fama por otros cauces. Dicen que en ocasiones muy a su pesar. Poniendo boca arriba y con manchas unas cartas que, en esto de la vida, parecían envidiables. Marbella, tan presente en su juventud, fue escenario de muchos de sus escándalos, pero también de la parte más entrañable: la de la lectura privada de los poemas que escribió a su padre, la de su enamoramiento, la de las capitulaciones amables cuando los amigos le recomendaban dejarse guiar y no volver a casa en coche.

La actriz estuvo siempre ligada a la Costa del Sol; con lazos duros, festivos, a veces extraordinariamente trágicos. Fue en Marbella donde conoció a su tercer marido, el último y más querido, que fallecería durante una excursión en Granada. Aquí, tras la boda, la segunda hija del primer ministro y premio Nobel, se volvió más aristócrata. Y estrenó viudez en el cementerio inglés, abatida frente a la tumba que se tragó al barón Lord Audley, el único de sus amores aprobado por Winston y Clementine Churchill.

Durante años, los que median entre los primeros y destartalados viajes y la orden de expulsión, Sarah, que había llegado a trabajar en el cine con Fred Astaire, se convirtió en un personaje ineludible de las noches de la costa. Conocidos son sus excesos. Sus jaranas con final imprevisible, histriónico, violentamente farfullado. La ficha policial, pese a los habituales desatinos de la prosa franquista, lo dice bien claro: «escándalo» y «embriaguez». Nada sobre la augusta dama que no conocieran en Londres, donde le había pasado lo mismo. Incluso, en los cincuenta, con su carrera despegando en el teatro.

Mujer talentosa y de aficiones variadas, Sarah hizo, sin embargo, mucho más en la vida y en Marbella que devorar combinados. Su simpatía, su furia, dejaron huella. Y también su historia y matrimonio con Henry de Audley, tan salvajemente hecho trizas en Granada. Demasiados recuerdos para un sólo álbum: la actriz esperando en el hotel Alhambra Palace que viniera desde Málaga su hermana Diana para ir a recoger el cadáver. El duelo, los viejos días felices. La borrachera que acabaría con el enfrentamiento con las autoridades locales no fue una más ni tuvo como motivo alguna alegría descontrolada. Apenas habían pasado tres meses de la muerte de su esposo. Un trimestre, se presume, cargado de irritación, de demonios.

No es fácil calibrar el contraste entre los diferentes momentos de la familia Churchill en la provincia: los dos más extremos, por su distancia temporal y sentimental, el de la visita del celebrado político a las aguas de Málaga, en el yate de Onassis, y el de su hija amarrada del brazo de dos guardias civiles, sin apenas sostenerse en pie, soltando todo tipo de blasfemias en inglés y en español culebrero y macarrónico. Los testimonios son variados. E incluyen sonoros derrumbes, agitación de hielos, madrugadas sin zapatos en rotondas, frente a los primeros comerciantes y compradores, totalmente perplejos y soliviantados.

Las fiestas, los dramas y el romance de la dama, el más intenso que tuvo en su vida, según sus propias palabras, se empeñaron en contaminarse en la Costa del Sol con una anécdota cuartelera, desprovista de exquisiteces. A nadie sorprendió la noticia de su porfía judicial; ni las 5.000 pesetas de multa que le pusieron en 1963. Una vecina ilustre, enamorada de Marbella y de Torremolinos, viéndose de repente con su nombre sirviendo de felpudo, de clave narrativa para las lenguas aburridas y el alcantarillado. De todos sus recuerdos, queda también los minutos a solas, su tristeza camuflada bajo un pañuelo azul, mientras el cuerpo de Lord Audley bajaba hasta la tierra del cementerio. Eso y el periodo de tregua, de entusiasmo, con decenas de compatriotas británicos pasando por su casa de Marbella, visitándola, oyendo sus poemas. La propia actriz, fallecida en 1982, a los 67 años, habla en su biografía de los buenos y malos tiempos de la costa. Y de la temblorosa melancolía que la llevó, tanto en la provincia de Málaga como en Inglaterra, a rudas escenas policiales. En un caserón de Marbella, en los sesenta, la foto en blanco y negro de Winston Churchill; su padre, su protector, que no pudo salvar a su hija ni con todos los análisis, ni con todas las palabras.