Si hay algo que singulariza a la vigente Ley del Patrimonio Histórico Español (1985) respecto a las que le precedieron es que, por primera vez, prevalecía la función social del patrimonio sobre otras cuestiones. Como se indica en su preámbulo, «los bienes que lo integran se han convertido en patrimoniales debido exclusivamente a la acción social que cumplen€» Es decir, es el aprecio de los ciudadanos lo que revaloriza a un bien convirtiéndolo en seña de identidad o valor cultural de una comunidad. La conclusión de este pensamiento es lógica: el patrimonio cultural no nace, sino que se hace.

Este pensamiento puede ser aplicado perfectamente al faro costero que los malagueños rebautizaron como la Farola. Cuando el ingeniero Joaquín Mª. Pery la proyectó en 1816 no pretendía otra cosa sino satisfacer una necesidad: garantizar la seguridad marítima en un puerto cuya actividad comercial y su consiguiente tráfico iba en progresión. En 1817 ya estuvo terminada y prestando inestimables servicios.

Después vinieron las lógicas reformas: sustitución del sistema óptico por otro más eficiente, elevación en una segunda planta a la vivienda del farero€ pero el caso es que por razones no fácilmente explicables, pero que sin duda están relacionadas con su emplazamiento, visibilidad y perfil peculiar, acabó convirtiéndose en el icono identificativo de la ciudad de Málaga, asumiendo un rol que en otras grandes capitales corresponde a monumentos como la torre Eifell o el Big Ben. Si una sesuda y generosamente subvencionada operación de marketing se hubiese esforzado en encontrar una imagen de marca para la ciudad y su actividad turística, no habría podido encontrar otro mejor que nuestra familiar Farola, que ascendió a este escalafón sin saberlo ni pretenderlo.

El presente año se conmemora el bicentenario de su construcción y se le «premia» de la peor forma posible: desproveyéndola de su función con la excusa de destinarla a museo del puerto. Vaya por delante que aplaudo la decisión de dotar al faro de un uso cultural que implicaría hacerla accesible a malagueños y visitantes. Pero está claro que este uso como museo no es incompatible con que siga ejerciendo la función para la cual fue diseñada.

La razón, pues, es otra, y es la construcción de un rascacielos en el extremo del muelle de levante que, al interponerse entre el faro y el tráfico marítimo, proyectaría un cono de sombra inadmisible por el perjuicio que ocasionaría a la seguridad marítima. Por ello la solución propuesta ha sido fácil, aunque taimadamente ocultada a la opinión pública: trasladar el sistema óptico al otro extremo del rascacielos y recurrir al pretendido museo -para el que no existe financiación-, como excusa para el «farolicidio».

Como refuerzo para quienes defienden esta postura está el hecho de que no existe una protección legal que impida realizar esta operación, ya que el faro cuenta, exclusivamente, con protección menor a través del PGOU, y cae, además, fuera del perímetro del centro histórico, declarado BIC. Sin embargo, estos argumentos son fácilmente rebatibles.

En primer lugar porque una protección legal de mayor rango no equivale a otorgar valores al patrimonio, sino a reconocer su previa existencia y preservarlos. Esto quiere decir que no es descartable que en un futuro próximo o lejano la sociedad quisiese dotar a la Farola de un mayor rango de protección en reconocimiento a sus valores simbólicos identificativos de la ciudad.

Por otro lado, la existencia de un BIC -como es el caso del centro histórico de Málaga-, implica no solo una precisa delimitación de su afectación, sino también la de un entorno perimetral de protección en el que la actividad constructiva y urbanística esté controlada y regida por un criterio de respeto hacia el bien protegido. El desarrollismo de los años setenta del pasado siglo nos regaló frecuentes ejemplos de cómo se puede perjudicar a un bien patrimonial sin siquiera tocarlo. Basta con contemplar la Alcazaba y el castillo de Gibralfaro desde la plaza de Torrijos para comprobar el efecto visualmente perverso del bloque de pisos situado en los Campos Elíseos. Pero cuando se construyó se consideró una consecuencia lógica de la modernidad. Hoy sabemos que de una modernidad mal entendida.

Esto no quiere decir que los rascacielos sean negativos de por sí. Cuando Le Corbusier propuso la construcción en altura lo hizo para liberar suelo urbano que pudiese ser aprovechado para zona verde y, en definitiva, elevar la calidad de vida de los ciudadanos. La capital de Brasil, Brasilia, aún con sus desaciertos, puede considerarse una feliz aplicación de estos principios. Pero donde se emplazó esta ciudad de nueva construcción no había nada, solo selva, y el rascacielos del puerto sí que afecta a un centro histórico.

Precisamente el uso turístico de la ciudad que se invoca para justificar su construcción sería el más perjudicado, cuando todos los estudios avalan que el turista es cada vez más sensible a la calidad del paisaje y el medio ambiente. Dicho con otras palabras, el rascacielos-hotel podría ser «pan para hoy y hambre para mañana». Quizás el diseño del futuro de esta ciudad requiera una reflexión previa hacia los errores cometidos en el pasado para no incurrir en ellos de nuevo. La inversión que supone el hotel debe ser bien recibida, pero gestionada con arreglo a unos criterios que no sean exclusivamente cortoplacistas.

*Francisco J. Rodríguez Marín

Dpto. Historia del Arte de la UMA