Era de una sensualidad diplomática. Tan discreta, en su concreción, como inevitable. Muy para todos los gustos. Y para un abanico de papeles que van desde la profesora universitaria a la escritora atormentada o la espía que sedujo a James Bond. Una rubia que marcó época. Del modo similar y a la vez totalmente contrario al cliché desenvainado que ataca a las rubias del cine, encasilladas con un criterio tan grasiento como el que atornillaba a la mujer en su faceta civil; dentro y fuera de la profesión. Honor Blackman era, sin duda, diferente. Incluso, como chica Bond, una saga a la que accedió prácticamente a cates, pasando como un bólido a la competencia, gracias a sus habilidades de judoka, pero también a su extraño magnetismo, que hizo que muy pronto se convirtiera en una estrella en su país.

Lo único que emparentaba a la actriz con el admirable catálogo de mujeres 007 era, más allá de evidencias esculturales, la querencia por la Costa del Sol. En el caso de la británica desarrollada en paralelo al que fuera su compañero de reparto en Goldfinger, Sean Connery, al que acabaría criticando públicamente por sus costumbres, por otro lado, muy españolas, en materia fiscal.

Ambos actores, enfrentados en el guión de la película, presumían en todas partes la foto del momento: una pareja profesional a la que bastaba intuir en una fiesta para que las cabezas se revolcaran instantáneamente con la sintonía de la película y la trepidante estructura de espionaje, por más que en Málaga lo más sospechoso que hicieran fuera comer gambas y criticar en privado al dictador. A Honore Blackman, pese a ser ya sumamente conocida por su papel en Los Vengadores, la piel se le confundía con la de Pussy Galore, su personaje en Goldfinger, tan acrobático y ladino cuando estaba cerca del escocés. Imposible, juntos o por separado, que pasaran desapercibidos, si bien es cierto que Honor se mantuvo siempre en un discreto segundo plano inversor. Mientras iba y venía con guiones de Hollywood bajo el brazo, la actriz asimilaba el territorio y se delectaba con el ritmo pausado de la playa. Su lugar preferido en el mundo, a ser posible fuera de los focos y de las multitudes, en villas privadas, como confesaría no hace mucho a una publicación.

En 1964, cuando su carrera despegaba, la actriz iba dejando de tener licencia para viajar sin ser vista a cualquier lugar de la Europa meridional. Ni siquiera su aspecto vago de oficinista le servía para camuflarse en los aeropuertos. Menos aún en Marbella, que, pese a ejercer todavía de ciudad forzosamente discreta, engañada con la falta de entretenimiento y las jornadas de sol a sol, mantenía un tráfico constante de famosos en sus hoteles y caserones. En esa época, se vio a la actriz varias veces, cerca de la comitiva de notables intérpretes como Omar Sharif o el propio Sean Connery. Al fin y al cabo, la referencia para ella no era nueva. Hasta el punto de quizá lo hubiera tenido más fácil para aislarse en Londres, en la zona comercial. Por aquí circulaba el especialista Ray Harryhausen, padre de todos las criaturas mágicas con las que había compartido la pantalla en Jasón y los argonautas. También compañeros de reparto como Dean Martin o Dirk Bogarde. Demasiada tentativa para no tenerlo en cuenta. Y más cuando no paraban de surgir puentes con su carrera profesional. Entre ellos, una rareza, el western Shalako, que rodaría en Almería junto al famoso 007 y Brigitte Bardot.

Acostumbrada al bullicio y a la colonia de nubes permanente, la provincia, y especialmente Marbella, se le abrió a la actriz con arrullo de paraíso súbito; casi respondiendo al ensalmo que tanto reseñaba la prensa y el público anglosajón. Honor Blackman tenía y tiene una manera de pronunciar el inglés que habría dejado hipnotizados a los españoles de no mediar el velo de los actores de doblaje. El privilegio quedaría reservado en un principio a los afortunados que tuvieron la oportunidad de hablar con ella en sus visitas a la Costa del Sol. Honor Blackman descubrió, de paso, su idea de la felicidad: tardes soleadas, con los suyos, en una de las casas resguardadas que pueblan la parte menos saturada del litoral.

La actriz sellaría muy pronto, y después de los devaneos en la costa, su flechazo por España, donde acabaría comprándose una casa, aunque, eso sí, en Alicante, lejos del trasiego festivo y bajo candilejas que significaba formar parte de la sociedad nocturna de la provincia. Pussy Galore, la chica de la avioneta, la elástica heroína de Los Vengadores, la fumadora de la melena de ola rubia, la cantante en inglés de las versión de Gainsbourg, de La javanaise. Cualquiera le hubiera servido el café frío, con sus conocimientos de artes marciales. Formando parte de la pandilla de celebridades inglesas que pululaban por la consolidación de Marbella. De la dignidad de Blackman a los excesos quirúrgicos de las Yolas: también aquí una línea en la que contar la historia de la Costa del Sol.