Se conoce bien la historia de la toma de Málaga por las tropas franquistas y sus aliados italianos, la desbandada de miles de personas por la carretera de Almería, el bombardeo infame de aquella columna interminable compuesta sobre todo por refugiados, personas mayores y mujeres y niños que sabían que las bravatas de Queipo de Llano no se podían tomar a broma. La represión en muchos pueblos andaluces fue durísima y criminal, y los fusilamientos perpetrados por los legionarios de Yagüe y otras tropas sublevadas corrían ya de boca en boca. Se conoce cada día mejor el miedo de aquellos fríos días de febrero de 1937, el pánico y el caos, y también la crueldad de los vencedores, desplegada sin límites por tierra, mar y aire.

La caída de Málaga pilló por sorpresa a una República ensimismada en sus propios problemas y divisiones internas. La ciudad cayó el 8 y el día 10 los italianos entraron en Motril. Un avance incontenible que superó en velocidad incluso a los que huían. El dolor de Málaga se extendió por toda la costa, hasta que pudo llegar a una Almería desolada y temerosa. El frente se estabiliza por fin gracias a la llegada de tropas de refuerzo: la 6ª Brigada Mixta, de descanso en Murcia, y la recién formada XIII Brigada Internacional detienen un avance que había cumplido o superado ya todos sus objetivos militares. Sin embargo, más de 60.000 personas logran llegar a Almería, que duplica de golpe su población y se sume en el caos y la anarquía: los gobernantes republicanos deciden escribir su propia página de la historia universal de la infamia y huyen hacia el levante mediterráneo, dejando la ciudad abandonada, indefensa y huérfana.

El médico canadiense Norman Bethune y su unidad móvil de transfusión de sangre es casi la única ayuda que reciben los que huyen. Su trabajo es heroico, y fueron él y sus ayudantes quienes dieron a conocer al mundo la tragedia vivida por miles de malagueños y andaluces en aquel éxodo atroz, en aquella huida imposible bajo las bombas. Pero Bethune no llegó a Almería por iniciativa personal: es el Socorro Rojo Internacional quien lo envía, la poderosa organización solidaria controlada por el PCE y dirigida desde Madrid por el italiano Vittorio Vidali, que en España adoptaría el nombre de guerra de Carlos Contreras. En pleno desastre Vidali reacciona y envía a sus mejores hombres y mujeres a Almería, a poner orden, a establecer un sistema de ayuda a los refugiados, a impedir el desmoronamiento. Y aquellos héroes de febrero de 1937 tienen nombres y apellidos: Norman Bethune, Hazen Size, Thomas Worsley, pero también Benito Bravo (que moriría fusilado en Madrid en 1940), Tina Modotti o Matilde Landa. Así pues, hay que agradecer a la organización humanitaria comunista su apoyo decisivo a los malagueños que lograron alcanzar Almería. A Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César.

El Socorro Rojo en Almería

Laura Branciforte (El Socorro Rojo Internacional 1923-1939. Relatos de la solidaridad antifascista. Biblioteca Nueva, 2011) ha logrado reconstruir el valioso trabajo de tan valientes voluntarias en Almería en febrero de 1937.

Fueron días de actividad frenética. Los días 7 y 8 de febrero se estaba celebrando en Valencia el Pleno Nacional del Socorro Rojo. Las alarmantes noticias que llegaron de Málaga obligaron a tomar decisiones sobre la marcha, y casi de inmediato partió hacia Almería una cualificada Delegación, con Modotti, Matilde Landa y Bethune como figuras más destacadas. Curtidos en la atención a los heridos en el frente de Madrid, su experiencia, preparación y entereza les convertía en las personas idóneas para afrontar una situación tan dramática y desesperada.

No está contrastado que Modotti o Landa ayudaran directamente a Bethune en sus idas y venidas por la carretera bombardeada y llena de heridos, de mujeres y niños hambrientos y agotados. Lo que sí es innegable es el trabajo sólido y eficaz que ambas llevaron a cabo en la ciudad caótica y abandonada. «En Almería -escribe Laura Branciforte- el Socorro Rojo abrió un Hospital de Sangre, instalado en el camino de la estación, antiguo Chalet del Valle, además de múltiples dependencias sanitarias y Asistencia Social, y atendió a unos 22.000 refugiados, habiendo repartido más de 500 toneladas de víveres y cantidades en metálico por un valor aproximado de 500.000 pesetas». Más adelante, Tina Modotti y Matilde Landa organizarían la evacuación de una parte de aquellos refugiados hacia el arco mediterráneo en manos de la República, y de hecho (esto lo cuenta David Ginard en otro libro que citaré más adelante), fue Matilde Landa quien encargaría a otra de sus más estrechas colaboradoras, la leonesa Cruz Diz Flórez, «la organización del albergue instalado en la playa de Malvarrosa (Valencia), integrado básicamente por niños evacuados de Málaga». Algunos de aquellos niños partirían hacia Rusia poco después en el primer barco que salió de España con los llamados «niños de la guerra», que tuvo como puerto de salida Valencia y sería el primero de otros muchos con origen sobre todo en Bilbao y Barcelona.Matilde Landa

Matilde Landa es, sin lugar a dudas, una figura a rescatar. Era conocida, incluso entre sus enemigos, como un «ángel laico», ya que su compromiso con la República se materializó en la atención a los heridos y, sobre todo, a las víctimas invisibles de todas las guerras: las mujeres y niños y niñas de la retaguardia, las personas más vulnerables que sufrían el hambre, las enfermedades y los bombardeos. Había nacido en Badajoz en 1904, hija de un abogado krausista que defendía los postulados de la Institución Libre de Enseñanza, y muy joven se trasladó a Madrid a estudiar Ciencias Naturales. Durante su estancia en Madrid, poco antes del estallido de la guerra civil, se afilia al PCE -era muy amiga de Vittorio Vidali y de su mujer, Tina Modotti- y su valor inagotable y su capacidad de trabajo y sacrificio la convirtieron en una de las figuras más valiosas del Socorro Rojo Internacional. Miguel Hernández reconocería su figura gigantesca con un poema irrepetible, «A Matilde», dos de cuyos versos dicen: Para conseguir la libertad de sus hermanos / caen en los barbechos los más nobles castellanos.Calvario y muerte de Matilde

En 2005 el historiador David Ginard i Ferón publicó un libro que cuenta y explica su vida infatigable y su destino trágico (Matilde Landa. De la Institución Libre de Enseñanza a las prisiones franquistas. Ediciones Flor del Viento). Fueron mujeres como ella las que dieron a España la esperanza de convertirse en un país mejor, más humano, justo y solidario. No lo pudo conseguir: al finalizar la guerra el PCE le encomienda la reconstrucción del Partido en Madrid, una misión suicida e imposible que ella afronta con lealtad y obediencia. Es rápidamente localizada y detenida, y los últimos años de su vida serían un calvario lleno de dolor y desolación.

A finales de septiembre de 1939 es encarcelada en la tristemente célebre prisión femenina de Ventas, donde más de 10.000 reclusas se hacinaban, esperando tan sólo la muerte. Mercedes Núñez Targa le dedica un epígrafe (titulado Una dirigente comunista) de su libro Cárcel de Ventas (Renacimiento, 2016), que pone de manifiesto su carácter, su coraje, su autoridad moral y su altísimo sentido de la justicia: «De pronto, una mujer, joven aún, pálida y seria, atraviesa el patio, con un cubo en la mano, se dirige tranquilamente a la fuente sin que ¡oh milagro! nadie proteste y, no menos tranquilamente, coloca el cubo bajo el chorro. (…). La mujer pálida, con su cubo lleno, pasa junto a nosotras. En los saludos cariñosos que le dirigen las mujeres se percibe cariño y respeto. Es una dirigente comunista, Matilde Landa. Una mujer de verdad, inteligente y valiente. Un pariente suyo, un personaje de campanillas [se refiere al filósofo García Morente] vino a ofrecerle la conmutación [estaba condenada a muerte] o incluso la libertad, si renunciaba públicamente a sus ideas. A lo que ella contestó que es comunista y que prefiere mil veces morir antes que venderse».

«Antes hubo un tiempo -continúa más adelante Mercedes Núñez Targa- en que cualquier falangista venía, sin papel del juez ni cáscaras, se llevaba una mujer y la fusilaba por su cuenta. Eso, gracias a ella, se ha terminado. Sin miedo alguno, fue a enfrentarse con el director y de tal manera le puso las peras a cuarto que desde entonces el tío no se atreve ya a dejar ‘sacar’ sin orden de ejecución. Es una mujer que vale un tesoro».

En junio de 1940 Matilde Landa es trasladada a la prisión de Palma de Mallorca. De nuevo se convierte en una referente moral para las internas, en una persona capaz de plantar cara a los abusos de las autoridades de la prisión. Ya no está condenada a muerte, pero los franquistas saben que tienen en su poder a todo un símbolo, a una mujer respetada dentro y fuera de la prisión, y urden un plan malicioso: cualquier avance de Matilde hacia su reconversión será recompensado con pequeñas mejoras en la atención a sus compañeras, muy especialmente a quienes tienen con ellas a sus hijos e hijas en la cárcel. Bárbara Pons, catequista de Acción Católica, será la encargada de vigilar sus «avances». La situación es diabólica.

Matilde, que durante la guerra se había entregado a la causa de los niños, que había organizado evacuaciones, repartos de comida, redes de ayuda, es sometida a un atroz dilema. Le pesa el abandono de su propia hija, le atormenta un sentimiento de culpa femenino y singular. Debe bautizarse. Si quiere que sus compañeras tengan más comida, si desea un poquito más de leche diaria para los niños que conviven con ella en la cárcel, debe dar un paso adelante. Un paso firme e inequívoco. Debe prestarse a una operación de propaganda destinada a minar la moral del resto de presas en toda España. Matilde es un referente moral, un símbolo de la resistencia callada. Las autoridades de la cárcel la someten a una presión aplastante. Son sus ideas o sus compañeras, sus convicciones frente a los niños. Tiene que elegir. El sufrimiento es atroz. Débil y enferma, no lo puede soportar.

En la tarde del 26 de septiembre de 1942, cuando ya no podía posponer más su conversión, Matilde Landa cae desde una galería superior de la prisión, donde estaba la enfermería. No muere de inmediato, sino que agoniza, y en esos largos minutos de tránsito hacia una vida ya mejor las autoridades eclesiásticas y la Acción Católica la bautizan in artículo mortis, para cacarear a los cuatro vientos su amarga victoria, si es que lo fue. En su celda encuentran tres libros: los escritos de Santa Teresa, las poesías de Bécquer y las obras completas de Quevedo.

Sólo queda, ya, recordar de nuevo a Miguel Hernández:

Para hacer cenizas la ambición de los tiranos / caen en las trincheras los más nobles castellanos. / Españoles de Castilla / y castellanos de España / un fusil a cada mano / y cada día una hazaña.

A Matilde Landa, in memoriam.