No hay nada aparentemente más incompatible con los cuellos almidonados, la jerga de palacio o los viejos cantos al emperador. Nada que tenga menos que ver con una corte antigua. Incluso en temporada alta, cuando todo se llena de linajes, algunos de ellos resueltamente desechados por la historia, con carné de exilio en Liechtenstein o en Estoril. La Costa del Sol, pese a su origen milenario, nunca tuvo a bien trabajar su fama al estilo florentino, al modo de la vieja Europa. Y sus elementos arquitectónicos, especialmente de algunos periodos, aparecen disimulados, más allá del gusto por los estucados de imitación. En la zona más frecuentada por los turistas el pasado no siempre salta a la vista. Ni tampoco sirve para estimular por sí mismo la imaginación. En Torremolinos, en Marbella, en la zona alejada de las ruinas romanas, en una de esas arboledas interminables con piscinas y campos de golf, siempre fue mucho más fácil ser un Truman Capote que el biógrafo de Napoleón, un cronista de sociedad que un estudioso de la catedral de París.

En un casino nadie habría apostado lo contrario. De todos los lugares posibles para servir de residencia a Vincent Cronin nadie hubiera dado un solo euro por la Costa del Sol. Pesaba más la ficha lóbrega, la de las calles empedradas y frías. O, como mínimo, la de las ciudades más directamente vinculadas a la expresión del patrimonio urbano. Sitios como Ronda, Sevilla. El propio casco viejo de algunas de las ciudades del litoral de la provincia. Pero no su perímetro de descanso: el de los edificios altos y los caserones desperdigados, los yates y las botellas de champán. Sin embargo, estaba justo ahí. Polizón sabio y dichosamente anacrónico de los nuevos tiempos. Paseando bajo aparatos de aire acondicionado con la cabeza entregadas a Versalles, a cenas que sucedieron hace quinientos años, a mares alejados de ese Mediterráneo que asomaba entre la bulla de los bañistas, parcheado de crema solar. Como Thomas Bernhard, aunque con estancias generosamente más amplias, el gran historiador inglés eligió el destino de vacaciones que aparentemente menos casaba con su temperamento y con su oficio, lo que habla muy bien, por una parte, de la elasticidad de su espíritu, difícilmente rebajable al tópico, y, al mismo tiempo, de la Costa del Sol, tantas veces propensa a la autoparodia, a la caricatura frívola de la gente de la jet.

Al autor británico le tenía que fascinar esta tierra. Y la prueba está en que no se conformó con la visita más o menos entusiasta que viene de serie con el hecho de proceder del Reino Unido. Cronin, en cambio, quiso quedarse. Y se compró una casa en la que pasaba largas temporadas. Todos los años y acompañado de su familia. Como un turista distraído, pensando en quién sabe qué legajos y cuadros entrevistos en otras partes del mundo. Al fin y al cabo, el británico, autor de una de las biografías de Napoleón más aclamadas y reconocidas, no era un divulgador común. En lugar de rastrear al personaje, hacía lo que Julio Cortázar prometió en su acercamiento a John Keats: agarrarle del brazo y pasear con él charlando por un parque, por más que los siglos, los fantasmas y las visiones interesadas se interpusieran entre los dos.

Cronin, como Huizinga o Ian Gibson, fue un escritor dotado con más sensibilidad para el hombre que para muchas de sus influencias. Y algunas de sus semblanzas suponen un ejemplo de cómo escapar de la silueta de la figura histórica y aproximarse al ser humano que había detrás. Una tarea bastante complicada. Y más si se tiene en cuenta los personajes que centran la atención de sus monografías más conocidas: gente como Napoleón o como Luis XIV, convertidos por la historia en mármol preventivo, en monstruos, héroes o villanos. Sin nada en sus expresiones ni motivaciones que los emparentara con alguien como un turista contemporáneo alemán.

Quizá ese fuera el secreto del escritor; el ser capaz de ver al Rey Sol en la espalda forzosamente inclinada de un espetero, en una señora que mira postales en una tienda de souvenirs. Una filosofía que, en cierto modo, encaja muy bien con lo mejor de la Costa del Sol, un territorio acostumbrado al mercadeo de las apariencias, con mezclas frenéticas de mundos, algunas bizarras e impactantes, otras difíciles de advertir. Con toda su esmerada formación en Harvard, en La Sorbona, en el Trinity College de Oxford, Vicent Cronin, rodeado de libros, vio la luz en Marbella por última vez. En un día tibio de finales de enero, desplegando una vez más con su muerte el puente aéreo de datos y confirmaciones que conecta los tabloides de las islas británicas con la provincia de Málaga. Cómo sería Cronin visto por Cronin bajo la óptica de Napoleón. Un poco de ego altisonante, suponemos, para la vida de un hombre discreto. El guiri perfecto e ilustrado. El investigador del Renacimiento. Entre las chapas y los luminosos de cerveza de los bares de la Costa del Sol.