Tenía que estar hecho a la fuerza de un material especial. Probablemente ignífugo. Algo con mucho remiendo de cáñamo y de brea, que era lo que antiguamente se le ponía a los barcos para contener su zozobra y que no se fueran a pique. Ninguna persona normal, mucho menos una de la industria del espectáculo, podría haberlo soportado sin un arsenal de drogas y barra libre como contrapartida en la cuenta corriente. Aguantar a los Beatles en los sesenta, mezclarse con ellos, suponía una labor insensata, posiblemente aniquiladora. Y no por la histeria de los fans, la acumulación de bragas, de demandas, de aeropuertos. Tampoco por el deus ex machina, sino por la deriva espiritual de la banda y de John Lennon, que, en ese momento incluían todo tipo de ocurrencias: las crisis existenciales, el misticismo, la negación de la fama, la cosa hippy.

Que Richard Lester consiguiera hacerlo y, además, persistiera en el asunto demuestra una categoría cercana al apostolado. El tipo debía de tener un genio pacificado por todo tipo de virtudes franciscanas. O, como mínimo, unas dotes de mando irreversiblemente propensas hacia el éxito. No le hacía falta, en esto del cine, ni siquiera ser habilidoso. Pero el director era mucho más que la canguro de turno del talentoso cuarteto; también iba bastante bien provisto de imaginación, que fue lo que hizo que el grupo le escogiera para filmar junto a ellos.

A pesar de que todavía no habían aparecidos sus grandes títulos, ni Petulia, con Julie Christie, ni Robin y Marian, Lester ya gozaba de prestigio como realizador cinematográfico. Cuando a los Beatles le pusieron sobre la mesa una lista nombres para dirigir su primera película, la banda no lo dudó y señaló al de Filadelfia, al que Lennon admiraba por un cortometraje rodado junto a Peter Sellers. El resto de la historia es conocida. El cineasta se convirtió a tiempo parcial en un quinto beatle, ampliando el instinto autoparódico y disparatado del grupo y prácticamente inventando la estética del videoclip con dos películas maravillosas: la primera, Qué noche la de aquel día, candidata al Oscar por dos veces. Lo que no es tan sabido es la conexión de todos ellos con la Costa del Sol, que al director no sólo le venía por imitación ni por las visitas obligadas a su amigo y subalterno ocasional Sean Connery, el afamado 007. Como confesaría a la prensa en 2009, con motivo del homenaje que le brindó el festival Ficcab de Benalmádena, Richard Lester también incurrió de lleno en la exaltación discreta de las villas y los rincones exclusivos de vacaciones. En su caso, al viejo estilo, comprándose una casa. Sin necesidad de extravagancias ni de madrugadas de alterne.

La afición a la Costa del Sol le pudo arreciar por diversos frentes. Incluido, el del propio cuarteto de Liverpool, que, en la época de las grabaciones, sin contar la anterior, la de Brian Epstein, tenían muy presentes las escapadas a Torremolinos. El propio Ringo Starr empezó a viajar a la provincia a partir de pasar unos días con Lennon y Lester en Almería, donde la extraña pareja filmaba aquella preciosa locura antibelicista, Cómo ganamos la guerra. Al director la referencia no debía de resultarle demasiado ajena, ya que después incluiría algunos de sus paisajes en la barbilarga Cuba, donde el tren de cercanías, entonces recién inaugurado por las autoridades franquistas, se convertiría en el improvisado convoy en el que marchaban las tropas revolucionarias en su lucha contra Batista.

En los años de su primer idilio con Marbella, los libidinosos y florales sesenta, el cineasta americano estaba en la cúspide de su reputación. Sin llegar a competir en popularidad con sus actores, recluido cómodamente en su papel, Lester había comenzado a ser verdaderamente apreciado. Y no sólo por los Beatles, sino también por los grandes inversores de Hollywood, que le reclamarían poco después para superproducciones taquilleras como Supermán II y III o una de las adaptaciones de Los Tres Mosqueteros. El cineasta paseando por un jardín, escuchando acaso a los coches berrear con la canción de Masiel y la jerga extrañamente seminal de Camilo Sexto. El mundo cosido al azar, con apariencia de dislate, que era en aquellos años la Costa del Sol. Quizá por eso cuando le llamaron del festival de Benalmádena no se lo pensó; y acudió con su mejor sonrisa a la entrega de premios y a la gala. Un tipo candidato al Oscar, con una Palma de Oro a sus espaldas, dejándose ver en un sitio en el que nunca nadie le tomó demasiadas fotos. Ni con el rodaje de Cuba. Ni en sus idas y venidas de Marbella. Ni en la mansión de Sean Connery. Quién sabe si todavía hoy, entre las hordas de veraneantes, moviendo un carrito con maletas en el aeropuerto, aparece el viejo Richard Lester. Acaso silbando alguna de las melodías de los buenos tiempos, la de las jornadas de grabación con los Lennon y McCartney. Los sesenta fueron al mismo tiempo la costa, refugio, cuartel general alternativo, con la rebelión de la juventud vista en salones privados, al margen de España y de Franco.