Leídos en serie, como si formaran parte de un libro y no de un paisaje, podrían parecerse a los poemas visuales de Henri Michaux. Una serie de símbolos, de figuras mínimas, recorriendo la piedra, descubriendo líneas tan aparentemente impenetrables como atractivas, posibles muestras de un alfabeto olvidado, de un grafismo misterioso, más cerca de los cánones actuales del arte contemporáneo que de lo que muchas veces se presume acerca del hombre primitivo. En 1974, cuando un grupo de pastores que paseaban por la sierra los descubrieron no tuvieron ninguna duda; aquello, fuese lo que fuese, era algo de lo que había que dar la voz de alerta, valioso en un sentido museístico, destinado acaso a perdurar entre los elementos del bosque.

A diferencia de otros grandes enclaves arqueológicos de la provincia, los abrigos montañosos de Peñas de Cabrera no precisan de aval científico alguno para remarcar el entorno. Aunque ligeramente resguardados por la naturaleza, su belleza es de adjudicación instantánea. Cuesta creer que durante tantos siglos nadie, ningún cabrero, ningún centinela despistado, reparase en su existencia, ni siquiera al modo destructor y de sustitución radical con el que los grupos de poder suelen despachar sus relaciones con el pasado.

Casi seis mil años después las pinturas y grabados de Casabermeja se encuentran en un estado de conservación admirable. Se siguen distinguiendo sin interferencias sus variaciones líquidas en rojo, el idioma parcialmente codificado con el que los pueblos del Neolítico, hábiles en el uso del óxido de hierro, embadurnaban las paredes. La colección es inmensa. Una de las más importantes y singulares de Andalucía. Dotada, además, de una suficiencia estética que impresiona por partida doble: por un lado, las ondulaciones del monte, las garitas naturales, pero también las señales, las geometrías melladas y sugerentes.

Toda esa impecable combinación tuvo que impresionar a la fuerza a los primeros investigadores. Y más en el periodo en el que se produjo el descubrimiento, justo cuando la arqueología recuperaba su esplendor, tras las largas décadas de interrupción franquista. El de Peñas de Cabrera fue el primer gran yacimiento aportado por la provincia a la regeneración académica de España. Arqueólogos como Cecilio Barroso, Bartolomé Ruiz, Francisca Medina Lara o Rafael Maura se lanzaron con entusiasmo a una carrera sucesiva y complementaria de catas, calcos, prospecciones, hipótesis teóricas. Sin dejar en ningún momento de tener presente el valor de lo que estaban viendo: un conjunto de una treintena de abrigos con centenares de pinturas esquemáticas. Figuras que representan ritos, escenas de la vida cotidiana. Incluso signos que a fuerza de repetirse señalan hacia la existencia de una versión atávica de algo parecido a la escritura, al lenguaje.

El arqueólogo Pedro Cantalejo traza una panorámica que, por el paso del tiempo y la irregularidad del terreno, resulta actualmente imposible de captar con una cámara fotográfica. El dolmen del Tajillo, localizado en la zona, con los esqueletos desperdigados de tres personas. Y el resto del paisaje sazonado por más de 70 estructuras de refugio, con casi la mitad tiznadas por los grabados y las pinturas rupestres. Los investigadores advirtieron incluso un semicírculo hecho con grandes piedras. Una especie de aforo para reuniones, quizá provisto de un sentido folclórico. Está claro que Peñas de Cabrera no era un lugar al que se acudía a dormir o a guarecerse del frío y de las bestias. Su papel era otro. Cantalejo está convencido de que tanto las pinturas como los cercanos dólmenes de Antequera fueron concebidos con una intención monumental, que se escapaba de las urgencias de las funciones básicas y de lo provisorio. Había un interés en construir algo que perdurase, no tanto por una clara conciencia del futuro como por el hecho de que se trataba de la única manera de aleccionar a las nuevas generaciones en el oficio de la supervivencia y sus relaciones con la vida y con la muerte.

Durante muchos años las pinturas de Peñas de Cabrera se consideraron parte de un espacio mayoritariamente sagrado. La aureola misteriosa todavía sigue vigente, si bien en una acepción de la religiosidad que tiene menos que ver con el misticismo chamánico y los aquelarres que con las ceremonias folclóricas ligadas a los dioses que todavía hoy continúan formando parte de la cultura mediterránea. Pedro Cantalejo se apoya para explicarlo en Julio Caro Baroja, que situaba el origen de la romería, su importancia para la cohesión de la comunidad, para el establecimiento de la paz y de las nuevas parejas, en época prehistórica. «Las escenas cotidianas indican que era un lugar, sobre todo, de encuentro social un núcleo de la vida comunitaria», indica.

No es ningún secreto. La pintura esquemática tiende a lo narrativo. Y en los abrigos de Casabermeja, situados a pocos kilómetros del Guadalmedina, junto a figuras de jinetes, de árboles y hasta una mujer de parto, se dan también relatos. «Nos falta encontrar nuestra piedra roseta», exclama el arqueólogo. Peñas de Cabrera, con su semidescubierto bosque, su proximidad al río, ofrecía todo lo que necesitaban las comunidades de alrededor para convertirse en un sitio fijo de peregrinaje. El hombre del Neolítico aumentaba sus necesidades, se hacía sedentario, comenzaba a talar la misma vegetación que poco antes le había servido de cobijo para responder a sus nuevas intenciones agrícolas. En esos tiempos, ahora tan remotos, comenzó la transformación. Con su factura de sedimentos y sus consecuencias en el dibujo de la línea del mar. Los seres humanos abandonaban la huida permanente y empezaban a contar su vida, a juntarse par dejar de temer a la muerte, para dejar de temer a los otros. El recuento en Peñas de Cabrera, según el inventario, supera las doscientas figuras. Toda una enciclopedia bosquejada de lo que fuimos, a poca distancia de donde rugen los coches hambrientos de ciudad, de luces, de comodidades. En Casabermeja, en tantos siglos, nadie pintó encima de los dibujos. Pero sí hubo quién los remarcó. No querían que se borraran.