Los enterramientos son como las vocaciones religiosas, disminuyen pero persisten contra viento y marea. Una de las personas que vive de esa persistencia es Dolores García, florista desde hace 35 años del Cementerio de San Juan, en El Palo. «Ya no se vende como antes», admite. De hecho, cuenta, hay días en los que solo se lleva a casa 20, 10, e incluso 7 euros. «Es por la competencia y por las incineraciones».

Este Día de Todos los Santos, el día más fuerte del año, vendía flores, las más caras, los claveles colombianos, a 10 euros la docena. «Aquí estaré hasta que me muera», confiesa. Y la paradoja es que en ese futuro que ha planificado cuenta que su familia «toda nos vamos a incinerar, porque se quema y ya está todo pagado». La familia de Dolores ya tiene un nicho por 50 años en Parcemasa.

El cielo del Cementerio de San Juan a las 8.30 de la mañana, aparte de estar lleno de cipreses firmes y de una araucaria igual de enhiesta, como a punto de pasar revista, estaba surcado por las inevitables cotorras argentinas, que bajaban en picado sobre las tumbas blancas y luego levantaban el vuelo. Sobre una farola, contemplando el espectáculo, una gaviota.

Los antiguos parterres de tierra dejan hoy espacio a ramilletes de flores aromáticas, tomillo y romero y en los nichos, flores de tela en abundancia.

Aunque una de las tumba más nutridas y con las plantas más exóticas, la sudafricana ave del paraíso, es la de quien fuera alcalde de Málaga a finales de los 60, el médico Antonio Gutiérrez Mata, fallecido en 1983. Antes de dejar el camposanto entra un ciclista de uniforme y aparca su instrumento de trabajo.

En el Cementerio Inglés trabaja sin descanso el nuevo gerente, Guillermo Madueño, de 28 años. Mientras habla, Guillermo retira del suelo papeles de chucherías tras la yincana de Halloween de la noche anterior. De fondo, en la zona de los militares, muchos de ellos aviadores, fallecidos durante la II Guerra Mundial, uno de los bancales de tierra a punto de desplomarse está por fin sujeto por un muro de obra, costeado en su mayoría por el IMV y la Fundación Cementerio Inglés de Málaga.

«Y al lado, se están haciendo unos jardines verticales donde también se pondrán nichos», cuenta el gerente. Porque, una cosa es que estemos en un cementerio de aires románticos y victorianos y otra, que esa fuera la excusa estética para dejar que se desmoronara a su suerte. Los vientos cambian.

Este miércoles, sobre las diez de la mañana, unos turistas visitan la tumba de Jorge Guillén, aunque se sienten decepcionados: uno de ellos había leído en algún sitio que el epitafio del poeta decía algo así como que disfrutó de la vida, cuando en el lápida no hay nada de eso. Además de flores, visitantes anónimos han dejado sobre su tumba un piedrecitas, como en los cementerios judíos y una piña.

El galés de las dos guerras

Con algunos pétalos sueltos se presentan las tumbas del hispanista Gerald Brenan y de su mujer, la escritora Gamel Woosley. Al lado de la pareja, apartado de la fama de este matrimonio, se encuentra la tumba de una persona a la que le cayó encima toda la Historia del siglo XX y por eso mismo, le sacamos del anonimato: Se trata del galés Windsor Miles, nacido casi con el cine, en 1896, y fallecido en Málaga en 1960. Como reza la lápida, fue «veterano en las dos guerras mundiales».

En la misma lápida, el señor Miles comparte el sueño eterno con María Ana Flamand Pelleya, nacida en Santiago de Cuba en 1872 y fallecida en nuestra ciudad en 1964, con uno de los epitafios más bonitos que se pueden encontrar en este camposanto: «Seguir viviendo en el corazón de quienes nos amaron no es morir».

Es el caso de la familia que recordó para siempre a Violette, una niña, posiblemente belga o francesa, que como señala su epitafio, vivió «lo que viven las violetas», apenas unos días. Las obras del camposanto impiden acercarse a a su diminuta tumba, pero puede atisbarse desde lejos.

También en la parte más antigua del cementerio, la zona primitiva rodeada de muros, se aprecian mejoras, en especial algunas tumba recubiertas de conchas, repuestas en su totalidad. Allí permanece, hasta el próximo recambio de diciembre, la corona de laureles secos frente a la lápida que recuerda a Robert Boyd, el joven norirlandés que se unió al general Torrijos y que fue fusilado en la playa del Bulto en diciembre de 1831. La Asociación Histórico Cultural Torrijos le recuerda todos los años con un sencillo homenaje.

En el Cementerio de San Miguel, Jorge Serra, director técnico del camposanto y Federico Souviron, gerente de Parcemasa, valoraban con satisfacción las evidentes mejoras del cementerio. «Ahora es uno de los mejores conservados de España», explicaba el gerente.

Aguardaban en la entrada la llegada del alcalde, que iba a inaugurar una placa de cerámica con los versos que el escritor malagueño Serafín Estébanez Calderón, tío de Cánovas, le dedicó a la modesta fuente del Cementerio de San Miguel. Comienzan así: «Cuando infante dormí cabe esta fuente,/ niño después, partiendo sus cristales,/ islas forjé y Alhambras orientales....».

A las 11, el antiguo deán de la Catedral, don Francisco García Mota, celebró una misa en la abarrotada capilla de San Miguel, que contó con la actuación de la soprano Begoña Salgueiro. Otros malagueños, se disponían a ir a Parcemasa, a San Gabriel, para recordar a los que se fueron, aunque si recordamos el epitafio del Cementerio Inglés, si siguen viviendo con nosotros no han muerto. Nos acompañan. Va por ellos.