Hubo alguien que se traería una viga. Un poco como prueba española de buena voluntad, pero también para satisfacer las inclinaciones artesanales de aquel sueco barbudo que se había instalado en Málaga con sus niños y su mujer y un propósito poco claro; lo que, entonces, incluso entre los círculos artísticos, constituía poco menos que una escandalosa novedad. Sture Dahlström se había mudado a Torremolinos sin apenas dinero, guiado por su olfato aventurero y de escritor. Pretendía construir una casa con sus propias manos, levantar una utopía hogareña con el sol entrando a raudales en el huerto y discos importados y saltando descalzo de la crianza de los hijos a los cuadros de su mujer y la máquina de escribir. Una empresa que la gente del norte suele resolver en el sur invirtiendo las rentas desdeñosamente ocultas de alguna obra o herencia, pero que en este caso carecía de fuente de financiación. Los Dahlström, Sture y la artista Anna-Stina Ehrenfeldt, únicamente contaban con los ingresos que les llegaban a cuentagotas de su vieja tienda de discos de Suecia. Y con un puñado de recién inauguradas amistades; gente española y extranjera que se había tomado la construcción de esa casa como una tarea personal, aportando lo que podían, dando aliento y bebida y hasta tardes enteras hablando de poesía y de jazz.

En aquellos años, finales de los cincuenta, ver a un sueco cultivando hortalizas en una casa solariega de Andalucía no era todavía muy habitual. Las familias malagueñas que seguían viviendo de la tierra habían empezado a soñar con un puesto de mecánico o directamente con la emigración. Faltaban la comida, los rascacielos, los hoteles. Y los pocos artistas de fuera que venían para quedarse lo hacían todavía confundidos por la estampa cruda de romanticismo y flamenco que había seducido a la generación anterior. Los Dahlström tenían debilidad por Andalucía desde que hicieran su primer viaje por Europa. Sture decía que era el mejor lugar del mundo para aprender a escribir, aunque en esos tiempos fuera más intermitente su vocación. En Suecia el autor había estado dando tumbos profesionales, entrando y saliendo de oficios, labrándose una fama nocturna como músico de jazz, que fue lo que le permitió abrir la tienda y posteriormente trasladarse a la Costa del Sol.

El filólogo granadino Emilio Quintana Pareja, en sus excelentes Xenografías Hispano-Suecas, alude a un testimonio de excepcional importancia a la hora de calibrar aquel periodo en la vida de la pareja: la novela El sendero del cactus, publicada por Dahlström en 1962, y en la que el escritor describe los primeros años de un novelista radicado en el sur de España y empeñado en hacer de la autogestión y la ambición de espíritu el único camino posible hacia la libertad. Llama la atención que todos esos mundos cogieran en el cajón a menudo mal ventilado de la Málaga del franquismo, donde nada podía sonar más impropio que los ecos del jazz, la movida nocturna o las rupturas con la existencia reglada que se empezaban a dar en San Francisco o Nueva York. Sin embargo, esa atmósfera también pesa en el libro, disuelta entre plazas y limoneros. Como formando parte de una pátina invisible, que fue, en el fondo, la que rodeó a los Dahlström durante sus años en Torremolinos.

La familia, ya, con niños pequeños, no vivía encerrada en su casa, dedicada a la labranza y la creación. Tenían amigos, incluso un pequeño grupo de afinidades artísticas que les iba ayudando a seguir perfilando el arte de sobrevivir. Anna-Stina Ehrenfeldt, pintora notable, comenzaría a exponer sus cuadros en las escasísimas salas de Málaga. En ocasiones, con poco tiempo de diferencia respecto a las creaciones de otro compatriota pionero en la costa, el artista Lars Pranger, marido de la escritora Linda Nicholson-Price, que traduciría a San Juan de la Cruz y sería secretaria de Gerald Brenan en su exilio andaluz.

Los paisajes, las conversaciones, el tipo de vida salvaje y campestre de la Costa del Sol previa a la Costa del Sol estaría siempre muy presente en el escritor y su familia. Viajaría con ellos a Estados Unidos, donde Sture se haría amigo de Henry Miller, se trasladaría a uno de los hijos de la pareja, el pintor y artista audiovisual Hakan Dahlström, que a menudo reconoce la influencia. Y que vive a caballo entre su país de origen y Sevilla. Con posterioridad a su estancia y sus trabajos en Torremolinos, Sture se convertiría en una referencia para su generación; el escritor sueco que mejor supo asimilar los aires de la revolución de los sesenta y de la juventud, el artista de las ganas de romper con todo, escribiendo siempre desde la melancolía y la trastienda del descubrimiento, del arte de vivir. En Estados Unidos los Dahlström quisieron continuar su utopía malagueña y comprar una granja; acabarían recorriendo en un coche de punta a punta el país. Ahora habrá música disco y acumulaciones bulliciosas de despedidas de solteros sobre las ruinas de esa casa. Sobre las ruinas de las hortalizas, del sueño consumado de convertirse en artista y escritor.