El debate está a dos o tres inviernos de mudar de piel y convertirse en un clásico de la temporada. Algo ineludible, deliberadamente folclórico, que, a pesar de los encontronazos, las críticas y las desdeñosas miradas de reprobación, forma parte de la idiosincrasia local, de nuestro temperamento. Pocas veces unas luces han significado tanto, ni siquiera cuando todo era aún más caos, en el principio de la materia. De nuevo, vuelve la supernova de la calle Larios. Con su público dividido y ese bello sabor a confrontación jupiterina que enriquece el alma por las tabernas con una solvencia solamente comparable a la de las torres de Repsol y la tribuna infortunada de la Semana Santa.

En Málaga hay temas que parecen enraizados en el escudo, pequeños emblemas del eterno retorno. En ocasiones por su perfil irresoluto, y en otras por un empecinamiento a duras penas comprensible, a no ser por puro sentido del espectáculo. Lo de las luminarias de la calle Larios se podría definir como paradigma de esta última categoría, si no fuera porque con sus excesos, su pálido envolvente, integra también otro tipo de taxonomías. Incluso la de las figuras retóricas. Por no hablar de la de los experimentos clínicos. Que hay que ser muy turista y muy capaz para cruzar por ese Postelrgeist sin temor a sufrir un ataque de epilepsia o salir coronando el Mont Blanc con un moreno artificioso.

La supernova es ya algo nuestro. Una barbaridad noble, que distingue. Una costumbre vernácula. Como la fiesta de los quintos o la cabra arrojada en altura desde el fondo del campanario. Además, con finura sintética, sabiendo resumir en el mejor escaparate posible algunos de los reproches que se la hacen a esta pródiga Málaga contemporánea: la concentración de adornos, la hipérbole en una zona, el abandono de otras, el todo por el negocio y por la pasta. De la burbuja hostelera pasamos aquí a la burbuja de las bombillas, que siempre es más vistosa. Por más que año tras año se reproduzcan las mismas cuitas municipales: la oposición pidiendo una triste guirnalda para alegrar a los barrios y a las tiendas locales, criticando con dureza el despilfarro. El equipo de gobierno haciendo sus números, con esa valentía en las equivalencias tan suya, capaz de transformar cada parpadeo LED en cincuenta euros en compras y en rendimiento económico.

Parece ser que antes, sin la desmesura, las navidades eran unas fiestas austeras, que la gente se dedicaba a su escudilla de latón y apenas invertía, con cargo al fideicomiso, en un par de polvorones. El comercio, dicen, son las luces. Y cuántas más mejor, por más que la acumulación haga que a pocos metros de la calle Larios se tenga la sensación lóbrega de estar pastando en una feria de pueblo, justo detrás de la noria, aprovechando los descampados. Al final es tanto el estropicio que se vuelve patrimonio. El Algarrobico, el sky-line de Benidorm, las luces de Larios. Luego dicen que lo de la cultura del pelotazo surgió por casualidad. Quién podría recusarlo.