Era una de esas familias que parece crecer entre las lanchas. Un grupo resultón, atestado de medias melenas de campo de golf y mujeres risueñas. Rico, inmoderadamente rico. Ocioso por convicción y por naturaleza, dueño de un francés y de un patrimonio inclinado de manera inquietante hacia el pañuelo de color bajo la chaqueta y el abuso de camisas blancas. En Marbella aparecían todos juntos; a veces por separado. Siempre de buen humor. Derrochando una felicidad y una lozanía de las que desmienten que alguna vez fuese negocio seguir con la lucha de clases.

A Henry Roussel, el patriarca, era difícil sorprenderle en un gesto de preocupación. Ni siquiera en una de las expresiones concentradas que a menudo distinguen a los grandes accionistas y que tanto se confunden con el cálculo biliar. Después de la trágica muerte de su hermano -fallecido poco antes en un accidente de helicóptero- el empresario había optado por un cambio de vida radical: vender su próspero imperio, la industria farmacéutica Roussel Uclaf, líder de ventas en Estados Unidos, y mudarse a la Costa del Sol. Una decisión que secundarían todos los suyos, incluido su hijo, el playboy Thierry, y que, a la postre, transformaría el paisaje de uno de los rincones más selectos de la provincia.

Fueron los Roussel, «están tan de moda los Roussel», escribiría la gran Viruca Yebra en ABC, los que compraron los terrenos en los que acabaría viviendo Khassoghi y montando las fiestas que tanto darían que hablar en Hollywood. Una parcela, La Zagaleta, que ya entonces parecía haber sido arrancada de un tajo al paraíso, con animales salvajes y una piscina en la que la familia, muy al estilo hortera que se impondría delicadamente en Miami y en Falcon Crest, decidió dejar marcada la letra R. En esos predios, tan rimados de yates y de árboles frondosos, tendría lugar, antes que las fiestas, una de las vivencias más pijas y melancólicas de toda la historia del turismo. Con Cristina Onassis, la heredera de la fortuna de Aristóteles, paseando sola y desmedrada por las fincas, sintiéndose burlada por todos, acechada por su comitiva de guardaespaldas. La multimillonaria se había casado con Thierry, con el que viviría los mejores y peores momentos con Marbella siempre de fondo: desde el ronroneo de las primeras visitas, cuando venía invitada por el Marqués de Griñón, a los últimas estancias, con su matrimonio ya destrozado, en las que daba vueltas por la Zagaleta como un zombi, tras largos días de dieta estricta en una clínica especializada de adelgazamiento.

La chica rara de los Onassis era muy de la Buchinger, pero también de aficiones menos espartanas. Sobre todo, en la época en la que andaba mariposeando por las discotecas con el primogénito de los Roussel. A la pareja era fácil verla en locales como el Miau Miau o la Olivia Valere. Y también al patriarca, entregado en su nuevo decurso existencial al protocolo con el que los millonarios suelen despachar los asuntos de la vida loca: la colección de veleros, el golf, los vinos, la juventud radiante, las fiestas privadas. Los Roussel eran los puñeteros amos. Y si descollaban en las salas de noche, más lo hacían en los mentideros, en los que no había ningún aristócrata ni mercachifle de postín que no se ufanara de haber asistido a alguna de sus copiosas cenas. La Zagaleta era un desfile continuo de platos por el jardín, de invitados, de esforzados edecanes. Y Henry estaba henchido, gozoso, contento de haber emparentado con el imperio Onassis. Con ánimo, incluso, de incumplir su promesa y conseguir permiso para cuartear parte de su amplísima propiedad y dedicarse al sector inmobiliario. Una prerrogativa que declinaría sin titubear el posterior dueño, el magnate Khassogui, que no quería saber nada de la Costa del Sol que fuera remotamente colindante con las preocupaciones, ocupadísimo como estaba en sus juergas, que también hicieron historia.

Cristina, durante todos esos años, siguió pasando largas jornadas de ayuno en la reputada clínica de Marbella. Dando pistas de lo que años después de su extraña muerte alentaría los chismes hasta imprimirles el confuso estatuto de leyenda: que si tomaba veinticuatro cocacolas al día, que si los atracones de pasteles en secreto. Mientras, los Roussel seguían a lo suyo. Dejando su marca, su R indeleble a una época de vinculación con la Costa del Sol que nunca volvería a tener tanto protagonismo. Aunque, eso sí, sin que la ruptura fuera ni mucho menos violenta. La prueba está en la última de los Onassis, la hija de Thierry, Athina, portadora también del viejo gen familiar de simpatía hacia la provincia. Sobre todo, por su pasión por la hípica, que practica a menudo entre las fincas de Málaga y Sotogrande. La última vez tuvo que huir en un taxi de los fotógrafos, mientras tomaba un helado. Otros tiempos para los Roussel, para los Onassis, para La Zagaleta. Con sus rumores y fantasmas de fortunas, de dramas.