Cuarenta años después he releído el libro Morir por Andalucía (*) que escribimos cinco periodistas casi con el cuerpo de García Caparrós aún caliente, aquel alegre día del 4 de diciembre de 1977 que se tiñó de sangre y dolor por un policía que, como otros, dispararon sus pistolas en la confluencia de la Alameda de Colón con la avenida del Generalísimo, que así se llamaba entonces la actual Alameda Principal, en la rotonda del Puente Tetuán y a espaldas de las instalaciones del diario Sur. Ya en este libro, que hubo de imprimirse en Barcelona, se contaba con pelos y señales lo que había sucedido, se hacía un relato de la muerte de Caparrós y se afirmaba que había sido la policía quien había disparado. Y ello, porque dos de los autores del libro, Vicente Almenara y quien esto firma estuvieron en el lugar de los autos y fueron testigos privilegiados de cómo zumbaban las balas por encima de la cabeza de quienes allí estábamos, entre otros el actual alcalde de Málaga, Francisco de la Torre; el diputado socialista Paco Román; el militante del PCE, Manolo Ruiz; el cura Landelino Heras entre otros, por citar sólo a quienes me vienen a la memoria. Fuimos los primeros en contar esta dolorosa historia y fuimos los primeros en desvelar lo sucedido y fuimos los primeros en reclamar justiciar y querer saber qué bala asesinó a Caparros.

Doscientos mil malagueños salieron aquel 4 de diciembre para vivir una fiesta en paz. No fue posible. Una bala y una muerte lo impidieron. Durante tres días Málaga, entre la indignación, la rabia y el pánico vive una situación jamás conocida desde la Guerra Civil, escribió Rafael Rodríguez. Y Pancho Cabezas tan pancho, verdadero responsable de lo sucedido por negarse a colocar la bandera andaluza en el balcón de la Diputación de la que era presidente. Este personaje que bebía en las ubres del franquismo, ejercía la militancia activa de su declarado amor por José Antonio Primo de Rivera y era esclavo de los aguerridos y belicosos grupos de la extrema derecha fue la espoleta que hico estremecer a Málaga.

El asesinato de García Caparrós fue un forúnculo en cierto modo para el Gobierno de Adolfo Suárez, incapaz de manejar el discurso de lo sucedido, con un ministro de Gobernación, Martín Villa aturullado, nervioso, sin disponer de toda la información necesaria para enfrentarse a los periodistas en la sede del Gobierno Civil en la mañana del día 8, cuando aún había barricadas en algunas calles malagueñas. Martín Villa, sin embargo, reconoció que la policía nacional había hecho disparos, pero sin dar más detalles. Junto a Martín Villa estaba el gobernador Enrique Riverola, muy serio, con el entrecejo surcado de arrugas y enormes ojeras por falta de sueño. Riverola fue incapaz de informar de lo sucedido a los parlamentarios que le habían exigido saber quién había dado la orden de disparar, el quid de la cuestión.

Nunca se pudo despejar este clave para exigir las correspondientes responsabilidades políticas o policiales. Paco Durán, el comisario jefe no sabía nada, el capitán de la Policía Armada que mandaba en el Cuartel de la Alameda de Colón tampoco. Desde el Gobierno Civil se quiso colar la mentira en un comunicado que no resistía el mínimo análisis. Decía que la policía se había visto rodeada por una turba violenta, que campaba por sus respetos. De pronto se había olvidado que los manifestantes, en su mayoría, eran familias con niños a hombros, personas mayores que habían padecido la dictadura y con alegría, y hasta con lágrimas en los ojos, pedían libertad y democracia.

Pero no sólo fue un grano para el Gobierno de Suárez, lo fue también para quienes movían los hilos de la Transición que debido a la fragilidad de la democracia en España después de 40 años de oprobiosa dictadura tenían miedo y no pocos recelos de que podría irse todo al traste si se atravesaban determinadas líneas rojas. Fui testigo de conversaciones en Madrid de altos cargos de la Unión de Centro Democrático (UCD) que pedían moderación y modulación en las explicaciones de la muerte del joven malagueño no fuera que se despertara la bestia enquistada y que aún anidaba en el cuerpo policial y no digamos en el ejército. Era preferible la ocultación, la mentira y hasta que se habían desatado los demonios de la izquierda radical que dar explicaciones que pudieran poner en peligro la Transición. No digo que hubiera complacencias pero lo cierto es que las tres investigaciones abiertas para esclarecer el asesinato de Caparrós estuvieron trufadas, desde un principio, de la mayor de las desidias, de manifiestas ocultaciones y acreditadas pérdidas de pruebas. Había que echar tierra al asunto y así fue.

Doy fe de ello porque cuando fui a declarar de forma voluntaria ante el juez que instruía la causa judicial, don Mariano Fernández Ballesta, para contar que con mis ojos, apenas a 10 metros de distancia, había visto disparar a la policía, describiendo a dos de ellos, y haber visto caer a García Caparrós en la esquina de la calle Comandante Benítez con la Alameda de Colón, el juez parecía estar deshojando margaritas para dar una cabezada. Luego supe que mi declaración como otras de quienes habían visto y vivido lo sucedido siguió el mismo camino, o sea, la desaparición. Así se lo manifesté al abogado que ejercía la acusación popular, el letrado Alfredo Martínez Robles, militante y ejerciente comunista, persona que de no haber muerto hubiera llegado hasta saber la verdad de lo sucedido y que no ahora, con cuarenta años de casi olvido, tan sólo nos atrevamos a señalar a posibles policías que efectuaron más de treinta disparos, y con la prudencia que aconseja no disponer de pruebas claras y fehacientes publicar o decir las iniciales de quien mató a Caparrós. Quiero recordar que ya en el libro Morir por Andalucía se describía a quien, supuestamente, no disparó al aire sino a donde estaba un grupo de manifestantes. Cayó Caparrós como podía haber sido otro de los que allí estábamos.

Y digo que si la instrucción sumarial fue un dechado de errores, ocultaciones y verdades a medias, la realizada por la policía, en labor interna que dirigió el subcomisario general Sainz, fue una vergüenza y en cualquier país democrático hubiera exigido sanciones muy graves para quienes la instruyeron. No pasó nada y los policías (se ocultaron nombres y graduaciones) se fueron de rositas. En la madrugada del día 4 las pistolas fueron requisadas a quienes habían disparado y los casquillos recogidos en el lugar de los hechos iniciaron un peregrinar hasta su desaparición. No se quiso llegar hasta el final y con las pruebas balísticas identificar con absoluta seguridad al autor del disparo asesino. Una vergüenza, pero así fue. Fueron muchas las ocultaciones lo que dio lugar a especulaciones constantes y a un uso partidista de los sucesos del 4 de diciembre de 1977, una fecha, por otra parte, que hoy en día dice nada o muy poco a una mayoría de la población juvenil. He trabajado en una encuesta (que no se publicará al menos de momento) que evidencia que el 32% de los jóvenes menores de 25 años no tienen ni idea del significado del 4 de Diciembre de 1977, ni reconocen a García Caparrós.

Tampoco llegó muy lejos la comisión abierta en el Congreso de los Diputados. Por el seguimiento que yo hice de la misma y conocer, en parte, declaraciones efectuadas por malagueños que habían estado cerca de los hechos no había posibilidad de llegar a poner blanco sobre negro el nombre del policía que disparó, si bien el relato de los hechos era bastante real. Tuve la sensación y la mantengo, que nadie, ningún partido de los que tenían plaza en el Congreso de los Diputados, quería llegar más lejos no fuera que la muerte de un chaval (un incidente, se dijo) diera por embarrancar la incipiente Transición.

Pasados cuarenta años hay suficiente tiempo detrás para poder ver el asesinato de Caparrós como la conciencia que hizo despertar a un pueblo, tantos años adormecido cuando no dopado por la forma caciquil de gobernar esta tierra, llena de olvidos y carne de cañón para más de un millón de andaluces obligados a emigrar, una gran parte a Barcelona y alrededores, entre otros yo mismo en la nefasta y dura de la década de los años sesenta cuando en muchas plazas de muchos pueblos andaluces todavía se contrataba a los jornaleros como en subasta de esclavos, papel que ejercían los famosos manijeros. Málaga tenía un 23,17% de paro, el analfabetismo en Andalucía superaba el 20% y los ayuntamientos seguían en manos de alcaldes franquistas. No fue el año 1977 fácil, con el asesinato de cinco abogados de CC OO en Atocha (Madrid) y los atentados de ETA y del GRAPO, caldo de cultivo para que los grupos de extrema derecha camparan a sus anchas, como en Málaga.

(*) Estos fueron los periodistas que escribieron el libro: Rafael Rodríguez Guerrero, Vicente Almenara, Rafael Salas, Juan Antonio Barber y quien firma este artículo. El libro está agotado y con suerte se puede encontrar en alguna librería de segunda mano.