En 1968 -la fecha exacta no la recuerdo- escribí un guión radiofónico para el programa de humor Tobogán de Radio Nacional de España en Málaga, que desde 1950 escribía y dirigía, y que estuvo en antena más de veinte años, 1.030 semanas. El guión -seis folios a máquina a doble espacio- lo titulé Alarma en la Costa del Sol.

Unos diez o veinte minutos antes de la radiación en directo (entonces no se grababan previamente los programas) me llevé la sorpresa de encontrar tachadas las páginas del guión: se prohibía su emisión.

Deprisa me vi obligado a redactar otro guión en clave de humor para que el espacio no quedara corto. Tenía una duración de hora y media.

Me interesé después por el motivo o motivos de la prohibición. Me dijeron que el título podía provocar una alarma entre la audiencia. Nueva sorpresa: el guión se iba a emitir dentro de un espacio de humor. Insistieron en el título; vamos, como si en la Costa del Sol se hubiera producido un brote de hepatitis, un envenenamiento del agua, una catástrofe€, vamos, algo así como la radiación del guión La guerra de los mundos, que hizo famoso en 1938 a Orson Welles.

Tiempo después, en junio de 1972, Miguel Alcobendas, que dirigía la revista Jábega, editada por la Diputación Provincial, que entonces presidía don Francisco de la Torre Prados, me invitó a colaborar. Decidí convertir el guión de Alarma en la Costa del Sol en artículo, o sea, eliminando las ráfagas musicales y otros elementos propios de un guión radiofónico.

Ahora, cincuenta años después, me atrevo a reproducir lo que escribí, me prohibieron y me publicaron.

He aquí el original que, por su extensión, se publicará en dos partes:

Alerta en la Costa del Sol

«Los aviones surcaban el cielo europeo en busca de ese diminuto y brillante punto del sur del continente que era conocido por La Costa del Sol.

Caravelles, DC-9, Jumbos y Boeing 707 rugían entre las nubes en pos de la luz y mar tranquila. Noruegos, suecas en bikini ya puesto, germanos con bocadillos de enormes salchichas y holandesas con cara de tulipanes viajaban nerviosos. Dentro de sesenta minutos estarían bajo el cielo español, dentro de ochenta minutos sobre la tierra andaluza, dentro de noventa minutos sobre las pistas del aeropuerto de Málaga.

El espectáculo se repetía día tras día, semana tras semana, año tras año, cuando en un periódico londinense, con tirada de cuatro millones de ejemplares, y a toda plana apareció el siguiente titular: «¡Alarma en la Costa del Sol!» Pero lo decía en inglés.

El texto de la noticia que había provocado tan aparatoso titular era el siguiente:

«Costa del Sol (España).- Debido al elevado número de turistas que consumen sol en la costa del mismo nombre ha descendido de forma espectacular la renta de sol per cápita. De los dos mil cuatrillones de bujías que es la potencia lumínica del sol y de la cual Torremolinos, Benalmádena, Fuengirola y Marbella y otras localidades absorben 200 cuatrillones, al repartirse esta cantidad entre un millón de turistas, a cada cabeza con dos brazos, piernas y espalda, corresponde€».

Y terminaba así: «Como el número de turistas se ha elevado a dos millones en la última temporada, esto quiere decir que a cada visitante le correspondió la mitad del sol previsto».

La noticia fue reproducida en todos los periódicos del mundo libre para poder costearse unas vacaciones en la Costa del Sol. La alarma tenía fundamento: a mayor número de turistas menos sol per cápita. Se empezaron a publicar minuciosas estadísticas sobre el sol que recibía cada turista en época de poca afluencia de visitantes. Se decía que si el número de turistas era de 500.000, la espalda de una danesa se ponía morena, previo pase por el rojo y alguna que otra llaga, en tres días; pero si el número de turistas ascendía a dos millones, esa misma espalda necesitaría nueve días, y esa ya no era rentable.

Ante el descenso de renta de sol per cápita en la Costa del Sol, los fabricantes de cremas solares y bronceadores reunidos en el XXIII Congreso de la CREYBRON (Cremas y Bronceadores), acordaron dirigirse a las autoridades españolas con el ruego de que se limitaran las entradas de turistas en la Costa del Sol. El equilibrio ecológico estaba en peligro.

Se publicaron muchas noticias sobre el particular. Había una que decía: «Promotores de zonas turísticas de diversos países europeos se han reunido en una localidad no revelada aún para tratar de aprovechar la difícil situación planteada en la Costa del Sol por el descenso de sol por turista y ofrecer plazas con un mínimo de sol asegurado».

No se durmieron los responsables del turismo de la Costa del Sol. Tras la exposición del tema, el importante número uno dijo: «Señores, esta es la situación. Creo que el asunto está claro. Estamos reunidos aquí no para lamentarnos, sino para arbitrar soluciones».

Yo, en principio -apuntó uno de los asistentes-, estoy de acuerdo con todo lo que se acuerde aquí, pero quiero hacer una salvedad: el hotel que yo represento tiene dos mil habitaciones, es decir, cuatro mil camas. Nuestro hotel no puede reducir esa capacidad.

Hubo murmullos en la sala.

Una señora se levantó y dijo: «Yo tengo una docena de apartamentos declarados y tendré que seguir explotándolos como hasta ahora. De otra forma no será rentable».

-Un poco de calma -dijo el importante número uno-, reconozco que cada uno tiene que defender lo suyo. Tenemos un millón de camas entre hoteles, apartamentos, campings y apartamentos no declarados, sin contar los turistas de mochila y dedo para hacer autostop, y que lo único que hacen es consumir sol sin nada a cambio.

-¡Podríamos matarlos! - exclamó un alemán que había sido nazi en su juventud.

-Es una barbaridad. Además, ¿qué conseguiríamos? Eliminar a mil, a dos mil, a tres mil... El problema es de cientos de miles.

-Yo creo -apuntó otro- que el problema se resolvería si consiguiéramos que el sol no se moviera de su sitio durante las veinticuatro horas, o mejor dicho, la Tierra.

-¿Sugiere que no haya noche?

-Exacto. Lo malo es que no se cómo se puede conseguir. Podríamos organizar un concurso entre sabios para conseguir que el Sol no se fuera y la Tierra no se moviera. ¿Verdad que es una buena idea?

-Esa idea, de momento, es irrealizable -sentenció el principal número uno.

-¿No habría manera de importar un poco de sol? -suspiró el director del importante complejo-. Si traemos el güisqui escocés de Segovia, el caviar ruso de Alemania, el vino Málaga de Barcelona, la ternera de Ávila de Coín, ¿por qué no traer sol de Écija, por ejemplo? En las provincias de Sevilla y Córdoba hay sol de sobra.

-Pero estamos en el mismo caso: ¿cómo?

-¿Y si llevamos los turistas a Écija?

-¡Idea!, ¡Idea!, ¡Idea! -saltó una voz desde el fondo de la sala Ronda del Palacio de Congresos de Torremolinos.

El importante número uno cedió la palabra de la idea por triplicado.

-Extendamos la Costa del Sol hacia el norte. Hasta Ciudad Real, por ejemplo.

Mientras se discutían todos estos puntos, los Tour Operators, las agencias de viajes, los management, los public relations y los grandes jerifaltes de los charters y vacaciones al sol trabajaban sin descanso para que los clientes de Finlandia, de Bélgica, de Holanda€ No derivaran hacia el Sahara en busca del sol que se les empezaba a escamotear en la pomposa Costa del Sol.

Entre las suecas, en el supuesto que hablaran nuestra lengua, como nosotros, lo que es mucho suponer, se oían diálogos como éste:

-Ingrid, qué blancúa estás. ¿Dónde has estado estas dos útimas semanas?

-En Torremolinos -contestaba la tal Ingrid.

-Será en Torremolinos de noche porque yo estuve una vez y casi no me dejan entrar en el avión porque creían que era del Gabón.

-Eso era antes, Brigitte; ahora queda muy poco sol. En catorce días solo conseguí que se me quemara un poco la punta de la nariz.

-Pues si no hay sol en Torremolinos, no voy más. (Continuará).