A una velocidad superior a la que Yuri Gagarin le estaba dando la vuelta a la Tierra en su cápsula, empezó a propagarse la noticia por todo el mundo. Fue un 12 de abril de 1961. Las radios de Moscú interrumpen su programación habitual y una voz conocida entra en antena. Habla Jurij Lewitan, el locutor que ya había acompañado a los ciudadanos de la Unión Soviética a lo largo de la Segunda Guerra Mundial y, también, había anunciado la triste muerte de Josef Stalin. La noticia que estaba a punto de dar, significaba para la Unión Soviética el mayor triunfo desde la derrota del fascismo: «El 12 de abril de 1961 partió desde el territorio de la Unión Soviética un cohete pilotado por un ciudadano para rodear la Tierra. El cosmonauta Yuri Gagarin, a los mandos del Sputnik Vostok, acaba de entrar en órbita. Él asegura sentirse bien y todos los sistemas trabajan con normalidad». El documental del Canal de Historia, Yuri Gagarin Hombre del Espacio, ofrece un retrato magistral de aquella proeza tecnológica. Pero no se queda aquí. También acerca al espectador a todos los escarceos aeroespaciales de la aquellos años, en plena Guerra Fría, cuando el juego de las sombras de la conspiración era más pertinente que nunca. Los medios occidentales no tardaron en mofarse de Gagarin. Que si había sido sólo una carga útil para el Vostok, sin control alguno para pilotar. Una especie de barón de Münchhausen sobre su bola de cañón.

Un 23 de abril de 1993, nace en Málaga Álvaro Salinas. Una juventud que se desarrolla en El Palo. Estudios en San Colegio San Estanislao de Kostka. Realidades y épocas distintas que impiden hablar de cualquier parecido con aquel cosmonauta que oxigenó de orgullo al mismísimo Nikita Khrushchev. Pero, sin embargo, sí hay algo que conecta de alguna manera a los dos. Una pasión compartida con miles de personas en todo el mundo: la infinidad del espacio y todo lo relacionado con su conquista por parte del hombre.

Los astrónomos sueñan con ponerle nombre a una estrella. Álvaro, desde los 13 años, confiesa, lo hacía con ser astronauta: «El espacio es algo que siempre me ha fascinado. Pensar en su infinidad. En los primeros años de instituto, ya tenía claro que quería dedicarme a ello de manera profesional».

El camino hacia el infinito lo pavimentó a base de esfuerzo y vocación. El viaje tuvo su primera parada en Madrid: «Empecé a buscar carreras. No hay una ingeniería espacial como tal, lo más relacionado es la ingeniería aeroespacial».

Comenzó y finalizó sus estudios universitarios en la Politécnica de Madrid. En estos momentos, se encuentra haciendo el doctorado de tecnología de espacio. Una tarea que le ha llevado hasta la Laponia Sueca. Ahora mismo, está enrolado en Universidad Tecnológica de Luleå. Hasta llegar aquí, Álvaro ha dejado un currículum ciertamente brillante para alguien de sólo 24 años. Con estancia en el Instituto Nacional de Tecnología Aeroespacial (INTA), donde trabajó con parte del equipo que ingenió un rover para el Curiosity, proyecto de la NASA (ahora en marte). Un periplo académico que ahora le ha brindado la posibilidad de experimentar una sensación reservada a pocos: la ingravidez. La mayor de las ligerezas y libertad. Una sensación con más potencial de adicción que el pegamento. Álvaro participará el próximo mes de noviembre en una serie de vuelos parabólicos, después de haber sido seleccionado por la ESA (Agencia Espacial Europea) como premio al mejor proyecto de investigación relacionado con el desarrollo de la tecnología espacial. Junto a tres compañeros, bajo la tutela de la profesora María Paz Zorzano, este joven malagueño ha desarrollado un método para mejorar el cálculo de combustible en los satélites de todo tipo.

En octubre emprenderá un viaje a la ciudad de Burdeos, donde tiene su sede la empresa Novespace. A su vez, filial de la agencia espacial francesa (CNES). Novespace compró y adaptó un Airbus A310, modelo habitual que se usa en la aviación comercial, y lo adaptó para realizar los llamados vuelos parabólicos. Siguiendo el trazado que marca la figura matemática, los pilotos realizan una maniobra que permite a los pasajeros privilegiados experimentar la gravedad cero durante algunos segundos.

Maniobra delicada

La sensación de ingravidez llega de golpe. Cuando el avión en el que irá subido Álvaro alcance al Atlántico desde Burdeos, los pilotos ejecutarán un ascenso repentino. Unos 20 segundos empinado para arriba, a pleno empuje de turbina, hasta alcanzar los siete kilómetros de altitud. Entonces, uno de los tres pilotos a bordo coloca los motores en punto muerto. De repente, el silencio se apodera del avión. Si hace nada uno duplicaba su peso sobre la Tierra, ya no existe ni el arriba ni el abajo. Las piernas se levantan del suelo como guiados por una mano invisible. Peces gigantes flotando en un fuselaje revestido de goma espuma y sin ventanas. Sin empuje, el avión empieza a caer. Primero, apuntando hacia arriba. Luego, con el morro mirando hacia abajo. En este punto, los pilotos vuelven a abrir potencia y enderezan el avión. Por medio, 22 segundos de extasiada ingravidez. Hasta aterrizar, Álvaro habrá experimentado unas diez parábolas.