Antes, cuando íbamos al cine, nos centrábamos en lo que sucedía en la pantalla aislándonos de cuanto nos rodeaba y olvidándonos de las preocupaciones del día a día. Todos nuestros sentidos se constreñían en la historia que bien, regular e incluso mal, se nos contaba en blanco y negro, color, pantalla normal o panorámica. Nos fundíamos con los personajes viviendo sus alegrías, miedos, preocupaciones, amores, desamores, humillaciones, goces, desgracias, triunfos, fracasos…Lo compartíamos todo. Hoy es muy difícil, por no decir imposible, ver y contemplar lo que sucede en la pantalla porque los diálogos y música ambiental de la película se ven mezclados con la masticación de miles de palomitas de maíz que de forma agoniosa consumen los espectadores, más preocupados de deglutir las chucherías acompañada de una bebida carbónica que de seguir la trama de la película.

Aquél misterio del cine se fue perdiendo poco a poco en las salas de reestreno con los chasquidos de las pipas de girasol que tachonaban las moquetas o los enlosados mondos y lirondos.

La mayor sorpresa me la llevé en esto de comer chucherías durante la proyección de una película la experimenté en 1975 en un cine de Londres en el que los espectadores comían patatas fritas; chips para ellos.Una solución

Allí empezó todo. Ya no se puede ir tranquilo al cine salvo que uno se sume al vicio de comer. La gente, que está más interesada en comer que entregarse en la película y vivir la historia que se cuenta con mejor o peor acierto, lo impide.

Para poder disfrutar de una película en toda su extensión la fórmula más asequible es la televisión aunque no es lo mismo seguir la proyección en una gran pantalla y sonido estereofónico que en la reducida pantalla de un televisor por muchas pulgadas que tenga. Pero vamos, tiene la ventaja de engancharse en la historia sin los problemas de la masticación de las palomitas de maíz.

El único problema que tiene ver las películas por televisión estriba en los miembros de la familia si no hay unanimidad a la hora de optar por uno u otro programa. El problema lo resuelven muchas familias teniendo en el hogar dos o tres televisores, uno por cabeza. Al problema familiar se une el de las llamadas telefónicas al fijo o al móvil en el que una voz de procedencia sudamericana nos enumera las ventajas de cambiar de compañía suministradora de energía eléctrica, gas, aseguradora de vehículos, decesos y ofertas para comprar anchoas del Cantábrico, sin entrar en las que claramente se adivina el timo a distancia.

Con respecto a las interrupciones hay que aguantar el tirón; con las molestias telefónicas, el móvil, el wifi y la madre que los parió, basta con desconectarlo todo, sugerencia que en algunos casos es imposible porque hay personas que no pueden vivir sin el móvil pegado a la oreja con goma arábiga. Cómodamente arrellanados en una butaca o un sofá se puede disfrutar de una película.

Pero ¡tate! No hay palomitas de maíz, ni olor a aceite, ni la sonora masticación de las pipas de girasol; pero cuando uno está ensimismado contemplando el bucólico campo de margaritas silvestres y vacas de la raza frisona pastando para crear el ambiente, o el malo está a punto de matar al bueno, o el automóvil a 250 kilómetros por hora vuela por una zigzagueante carretera que discurre por unos espectaculares acantilados, ¡zas!, se corta la escena y aparece en la pantalla el aviso: Volvemos en siete minutos. Y del placer de la emocionante escena pasamos a contemplar a un señor tomándose un brebaje que le exime de acumular colesterol en las venas, una monada de dieciocho años extendiéndose una crema manifestando que está así de bonita por aplicársela todos los días, una sofisticada dama que viste un vaporoso vestido que en un inglés de la BBC recomienda un perfume para regalar el Día de la Madre o en la inmediata la Navidad, unos niños masticando unas patatas crujientes que padece que van a romper los dientes.Los cortes

A los siete minutos y un segundo, se reanuda la interrumpida secuencia. El vehículo llega a su destino y continúa la historia en la que volvemos a engancharnos hasta que diez minutos después, cuando el personaje se quita la camiseta mostrando sus atléticos brazos y pectorales ante la estrella y la estrella que lentamente se va desprendiéndose de los aditamentos vestiteriles, prólogo para hacer juntos el amor, y ¡nuevo corte! Volvemos en seis minutos, y en lugar de la seductora imagen del lento desarrollo de la escena, un señor que simula tener tos se toma un comprimido mágico que le devuelve la sonrisa y la alegría de vivir con el consabido «lea las instrucciones de este medicamento y consulte al farmacéutico», cambie de compañía aseguradora, visite Albacete, si le duele la espalda frótese la parte dañada con un spray milagroso y salte como una bailarina de ballet… y consulte al farmacéutico… (Los farmacéuticos deben estar hasta el gorro de tantas consultas. Acabarán, con todo derecho, a reclamar a los pacientes una cantidad por la respuesta).

Retorna la película y antes del fin tendremos que soportar un par de cortes más recomendándonos galletas, caramelos para la tos, yogures, compresas, cruceros, tomates, lentillas, pastillas para la memoria (con la obligada referencia de la consulta al farmacéutico), conciertos de grupos musicales ingleses y norteamericanos, cursos de inglés y las películas, series y programas previstos para las próximas horas, días e incluso semanas.Lo uno por lo otro

Los jóvenes de hoy, de uno y otro sexo, no conocieron la época de los anuncios de las bebidas alcohólicas porque la autoridad competente -el Gobierno-los prohibió para no fomentar su consumo. Ahora anuncian zumos y aguas que adelgazan. Los anuncios más recordados de tiempos pasados fueron los del tabaco rubio americano con la imagen de un cowboy de una película de John Wayne y, sobre todos ellos, el de una marca de coñac: «El coñac, decía, es cosa de hombres». Machismo puro. Ahora, con lo botellones, no tienen necesidad de tales anuncios ni los hombres ni las mujeres. Igualdad de género.

Ganado por las ofertas de colonias, fragancias y perfumes que en épocas señaladas nos machacan las televisiones, para quedar bien con mi pareja, decidí el otro día comprar uno de aquellos productos. Cuando llegué a Primor la única marca que podía pedir es la de «fragancia cagoguina eguega», que es más o menos lo que entendí en la publicidad televisiva. Pero me dio corte imitar la sugerente voz que respaldaba el anuncio y me decidí por una colonia de Adolfo Domínguez, que me exoneraba de la estupidez de tener que esforzar mis cuerdas vocales, Que viva España y el español.

Una observación: si no fuera por toda esta retahíla de anuncios y consejos no podríamos ver las películas, series y programas sin pagar un euro. Vaya lo uno por lo otro.