­Antes de que José Luis Sampedro pusiera de moda de forma indirecta a los etruscos con La sonrisa etrusca, su famosa novela, un catedrático y arqueólogo de fama internacional publicaba esclarecedores estudios sobre estos antecesores de los romanos.

Se trata del profesor italiano Mario Torelli (Roma, 1937), catedrático jubilado de Arqueología e Historia del Arte Griego y Romano, galardonado hace cuatro años con el premio Eugenio Balzan, considerado el premio Nobel de Arqueología.

En 2016, poco antes de que se inaugurara el Museo de Málaga, participó en un seminario en la UMA, con un lleno a rebosar en el Aula María Zambrano y aprovechó para visitar, por invitación de la directora, la Sección de Arqueología del Museo de la Aduana.

El pasado jueves, Mario Torelli ingresó como académico correspondiente en Perugia en la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo, en un acto celebrado en el salón de actos de la Aduana y su discurso de ingreso versó sobre la pieza más llamativa de la sección arqueológica, La Tumba del Guerrero del Museo de Málaga.

Se trata de la sepultura localizada en 2012 durante unas excavaciones preventivas en una parcela entre las calles Jinetes y Refino y que contenía los restos de un guerrero con su ajuar, en una zona marginal con respecto a los núcleos de tumbas arcaicas «normales». Para Torelli, es «una tumba excepcional», monumental y sugerente, cuyo emplazamiento en el museo constituye «un verdadero y extraordinario golpe de efecto».

En opinión del experto es un hallazgo «totalmente excepcional en el panorama de las necrópolis malacitanas» y como único pero echó en falta un estudio para calcular la edad y las circunstancias de la muerte de este hombre, que debió de medir entre 1,70 y 1,80.

El profesor Torelli hizo en primer lugar un repaso al ajuar localizado: una punta de lanza doblada, con el objeto de inutilizarla; una pátera de plata (un plato de poco fondo) de probable origen local o fenicio; un sello engarzado en una pieza de oro con un grabado de la diosa egipcia Sekhmet (el sello es un escarabeo o amuleto egipcio de cornalina o ágata de color rojo oscuro); así como dos varillas de plata de 15 centímetros de longitud. Con respecto a estas varillas, el arqueólogo descartó que se tratasen de varillas para enrollar papiros y «con toda la precaución que requiere el caso», apuntó que formarían parte de una armadura metálica que a su vez sujetaría un pectoral de cuero o tela.

Fuera de la tumba malagueña, también se localizó un doble recipiente de tipo fenicio, «probablemente para la quema de diversos productos aromáticos» y el objeto más llamativo de todos: un yelmo griego de tipo corintio. El profesor indicó que el yelmo debió de ser expuesto como señal de la tumba durante la ceremonia de clausura, «probablemente inserto en algún apoyo que lo hacía visible» y luego enterrado cuando terminaron los ritos.

El refinado yelmo, decorado con palmas, serpientes y pájaros, da a su juicio la pista exacta para fechar la sepultura, pues destacó que en Eslovenia se localizó un yelmo con decoración similar, por lo que dataría del tercer cuarto del siglo VI a.C.

También se refirió a los restos dispersos de bronce localizados y que, en su opinión, podrían formar parte de la vaina de una espada.

La parte del león la dedicó al personaje enterrado. El profesor Torelli descartó la hipótesis de que fuera un aristócrata, pues consideró «más bien difícil» que en esa época se hubiera consolidado una aristocracia en las colonias fenicias.

También subrayó que era «absolutamente evidente la marcada ideología de connotación guerrera del inhumado en la Tumba del Guerrero, privada de paralelos en el ámbito fenicio».

Si a eso se suma la exhibición de riqueza, Mario Torelli concluyó que su hipótesis más satisfactoria es que el difunto sepultado fuera «un jefe mercenario, fallecido mientras estaba al servicio de la joven comunidad malacitana».

Como respaldo, citó dos ejemplos similares: la tumba de un guerrero, datada en el 520-510 a.C. en la ciudad etrusca de Vulci (Italia central) y las tumbas de un grupo de guerreros de los últimos decenios del siglo V a.C., en la necrópolis de Posidonia (Campania).

Como resaltó, «a diferencia de sus soldados, los jefes mercenarios, como el guerrero de nuestra tumba (uno de los primeros en materializarse en una documentación arqueológica), consiguen de vez en cuando surgir entre la niebla de una historia enteramente militar».