El cliente cinco estrellas sonríe mirando desde el borde de la piscina infinita mientras se enciende un puro. Un joven camarero, educado en las mejores escuelas de hostelería, Les Roches, quizá, acaba de reponer la botella de champán y ésta ya se tambalea a cámara lenta en su cubitera. El cliente cinco estrellas se limita a aspirar el humo de su puro y termina entregando una jugosa propina al joven camarero, pero sin apenas seguirle con la mirada. No es un gesto de desprecio, más bien destila naturalidad. Porque ese orden natural del cliente cinco estrellas se mantiene en un equilibrio sensible. Un pasar del tiempo que se sostiene por una rutina. Comienza con un buen desayuno continental y acaba, por lo normal, con una cena en algún restaurante que todavía fomente la predilección por los reservados. Establecimientos que acostumbran a conjugar muy bien el concepto de la cocina refinada. Ahora, Dani García, en el Puente Romano. Mañana, por qué no, Skina, con Marcos Granda. Una mezcla entre la vanguardia y lo tradicional en pleno casco histórico. Grandes postres y sin miedo a la factura. El plástico, cargado hasta los topes, como la máxima divisa de un idioma universal.

Viene esta pequeña aproximación (no necesariamente empírica) a cuento desde el momento en el que España otorga al turismo la categoría de ciencia y, como tal, exige cierto rigor. Una de las preguntas que se lanzan en cada coloquio turístico de esta ciudad que se precie, es la de saber si Málaga necesita más hoteles de cinco estrellas. Indagar si estamos algo huérfanos de la máxima categoría. La respuesta, como casi siempre, varía en función de quién la dé. Pero en el calor del debate se obvia un cuestión que parece fundamental . ¿Quién tira más? El hotel en sí mismo o el destino entendido como un conglomerado de servicios y experiencias.

La inclinación, refrendada por expertos con muchas horas de vuelo en el sector, debe apuntar, más bien, hacia lo segundo. Y Málaga tiene todas las de perder. Esta ciudad tiene cosas extraordinarias, claro que sí. Pero en la vida uno no siempre puede ser todo aquello que se proponga. En el club de los destinos cinco estrellas no se entra en estampida ni a golpe de museos.

Pongamos a Marbella como ejemplo representativo. Por cercanía, simplemente. Aunque también valdría la vecina Saint-Tropez, por no ir muy lejos. Hay en estas dos ciudades una forma de vida oculta que no necesariamente tiene que ser mejor, mucho menos tiene que ser compartida, pero que ejerce de imán. Atrae una manera de actuar que está invisibilizada, pero que no por ello ha pasado a estar en desuso. Nuestro cliente cinco estrellas sabe que la noche empieza en una terraza civilizada, pero que a la verdadera fiesta siempre se accede por la puerta de atrás, que ahí están los garitos con rusas y las mesas black jack. Sabe que es luna llena todo el año por si al lobo le diera por salir. ¿Es esto lo que queremos para Málaga?