Cuando yo era niño se vendían, como ahora, latas de sardinas. Pero hay una diferencia entre las de mi niñez y las del año 2018. La diferencia está en que en las latas había una sola inscripción: Sardinas. Las de hace unos años, en la caja de cartón o plástico que envuelve la lata, aparecen otros lemas, como aceite vegetal, aceite de oliva, aceite de oliva extra, aceite de oliva virgen extra, aceite vegetal…¿vegetal? Ya no se especifica de qué aceite se trata. Damos por hecho que no se trata de aceite mineral, pero, supongo, que será otro de los muchos que hay en el mercado, como girasol, maíz, cacahuete, soja… y el que ahora manda y según dicen que es malo para la salud, el aceite de palma, que debe ser el negocio padre porque en Indonesia se han talado bosques para plantar semillas de una especie de palmera que los botánicos conocen como «eloeis guineensis». Según he leído en varias ocasiones, el aceite de palma no es bueno para la salud, incluso que es malo.

Pues bien, el aceite de palma, bueno o malo para la salud, está en todos los productos imaginables, desde su empleo para fabricar margarina hasta bombones, confitería industrial y sabe Dios en qué productos más.

Como yo soy del aceite de oliva -me da igual de oliva a secas que el virgen extra- porque, dicen, que es el más sano, ahora, cada vez que adquiero un producto alimenticio, tengo la precaución de leer los ingredientes que, por obligación, deben consignarse en los productos destinados al consumo, incluidos los farmacéuticos que, si uno lee detenidamente el larguísimo prospecto, invita a no tomarlos ni por vía oral, uso tópico o en inyectables.

Para curarme en salud y saber qué como he comprado una lupa de no sé cuantos aumentos para leerme los componentes de las mermeladas, tomates, leches, vinos, pastas, las citadas sardinas, yogures, pasta de dientes, gel de baño y manos…Cualquiera que coincida conmigo en un supermercado, heladería, panadería, confitería y me vea con una lupa intentado leer la letra pequeñísima donde se informa de los integrantes de cada producto pensará, utilizando una malagueñísima palabra, que estoy majara o que soy un majarón, que es más taxativa.

Sorpresas

Leyendo la composición de una margarina, que antaño se elaboraba partiendo de la grasa animal, me quedé estupefacto al encontrar entre los componentes ¡aceite de linaza!, que siempre he creído que se reservaba para la elaboración de pinturas, barnices y otros productos industriales. Además de la presencia del aceite de linaza que se extrae del cáñamo, la margarina que sustituye a la mantequilla que tiene mucho colesterol, llevaba aceite de palma, de maíz y una serie de componentes escondidos entre letras y números que no comprendo.

Yo soy asiduo consumidor de vino tinto por dos razones: porque me gusta más que el blanco y porque los médicos aconsejan o lo prefieren a los otros. Dos copas de tinto al día es saludable; a las mujeres, la dosis se reduce a una copa. Hasta en el consumo del tinto la mujer es un ser inferior, según los sabios que han asegurado que el tinto es bueno y lo recomiendan. Eché de menos en las pancartas de las manifestaciones del Día de la Mujer Trabajadora una que rezase más o menos así: Queremos dos copas de vino tinto.

En mi manía de saber lo que como y bebo descubrí hace tiempo que en las etiquetas de los tintos hay una frasecita que mueve a la inquietud: contiene sulfitos. Y tras la palabra sulfito, en singular, está el azufre. La definición de sulfitos es: sal formada por la combinación del ácido sulfuroso con una base. El azufre tiene muchos usos, como para fabricar cerillas, fuegos artificiales, pólvora…Menos mal que sirve también para combatir la enfermedad de la vid conocida por oídio, para fabricar purgantes, laxantes y otros medicamentos.

Resumiendo: que puedo beberme dos copas tintos al día… y mi mujer, una.

Malos usos

Vuelvo a los aceites, que en Marruecos y España hay dos historias truculentas. Hace más de medio siglo, en Marruecos, unos desaprensivos -asesinos- pusieron a la venta para el consumo aceite mineral, el requemado de aviones, camiones, automóviles… Se produjeron muertes, casos de invalidez permanente y otros males irreparables. No me acuerdo sin los responsables de aquella monstruosidad fueron ahorcados o degollados.

En España tenemos el caso del aceite de colza que se utiliza para el alumbrado, lubricante… y que es también comestible, pero debidamente tratado. El que se empezó a vender en los mercadillos de Madrid no era comestible y el resultado fue trágico porque se produjeron casos de neumonía y otros males que mucha gente recordará porque no han pasado demasiados años. Todavía hay supervivientes en esperan que se les indemnice por los males incurables que les apartó del mundo laboral.

Más cercano -1953- está el caso que afectó a media Europa, pero no por el aceite, sino por un fármaco utilizado como sedante denominado talidomida. Cientos de mujeres embarazadas a las que se les administró dieron a luz niños deformes. Hoy, muchos años después, todavía malviven víctimas de aquél medicamento en espera de que se les indemnicen por los daños causados.

Dos historias y dos chistes

Se cuenta -lo recuerdo porque ocurrió entre los años 1939 y 1945- que en la Alemania de Hitler, ante la necesidad de aumentar la producción de artículos para el consumo, los investigadores lograron fabricar mantequilla a partir del carbón y obtener aceite y grasas de las aguas residuales que transitaban por las redes de los alcantarillados. Esto, repito, se comentaba en el citado periodo.

De la misma época circulaban dos chistes; uno, el de un señor que fue al dentista porque tenía un fuerte dolor de muelas. Antes de la extracción preguntó que le iba a costar. El dentista le informó: 500.000 marcos. Asustado por el precio, el médico le dijo: Es que como el régimen ordena tener la boca cerrada, la extracción hay que llevarla a cabo por el culo.

El otro chiste que circulaba lo protagonizaba un señor que consciente de la presencia de alimentos elaborados por procedimientos químicos solo consumía vegetales frescos. Saboreando unas alcachofas, hoja a hoja, cuando ya quedaba pocas por consumir apareció una que decía: quedan cinco hojas. Leyenda o aviso que se utilizaba en los librillos de papel de fumar.

Después de todo lo visto y comprobado, para no tener que ir con una lupa y una enciclopedia para ver los ingredientes de los productos alimenticios y saber si son buenos o malos para la salud, he pensado en, acogiéndome al acceso de mayores de veinticinco años la Universidad de Málaga, matricularme en la Facultad de Ciencias para cursar la carrera de Químicas y capacitarme para saber elegir qué alimentos debo o no debo tomar. Pero me temo que tendría que estudiar una pechá, y ya no tendría tiempo para escribir más capítulos de las Memorias de Málaga.