La Málaga en la que nació don Pedro Estanislao Medina Guerrero, en 1939, no era el mejor de los mundos y sin embargo, gracias a la constancia, el esfuerzo y el trabajo, logró convertirse en un profesor querido y admirado por sus alumnos y compañeros, aparte de haber dejado ramalazos de buen futbolista en su juventud.

Nació en El Palo el día de San Patricio, el 17 de marzo, «aunque en el juzgado y en mis documentos aparezca el 18», apunta con una sonrisa. Su madre, Luisa Guerrero, era comadrona en el barrio y las casualidades de la vida quisieron que, en el Lagar de Perea, ayudara a nacer a Loli Palomo, su futura nuera, la que sería la mujer de don Pedro.

El padre de este querido maestro paleño, José Medina González, tenía una modesta zapatería en las Cuatro Esquinas, en una habitación de la casa mata en la que vivía toda la familia. Aprendió el oficio de su padre, que también era zapatero, y don Pedro se emociona al recordar a su progenitor, que murió en su puesto de trabajo, en 1962, de un infarto cerebral. «Trabajó toda su vida, en su época no tuvo nunca ni vacaciones ni seguridad social». En una ocasión, cuenta su hijo, para pagar a un médico que le curó a él de pequeño de un tifus, su padre le pagó durante unos dos años con reparaciones de calzado.

Don Pedro es el menor de cuatro hermanos. Su hermana Carmen, ya fallecida, era conocida en el barrio como Carmencita la Comadrona pues siguió el oficio materno, además con brillantez y generosidad, por lo que, desde hace unas semanas, cuenta con una plaza con su nombre en el paseo marítimo del barrio.

El futuro profesor estudió en una escuela unitaria próxima a casa, con doña Remedios, que le enseñó a leer, pero el bachillerato logró hacerlo en el Colegio San Estanislao, gracias ante todo a su hermano José Luis, el mayor, practicante y policía armada (como su hermano Antonio), que con toda la generosidad del mundo le pagó los estudios. A diario, Pedro ayudaba en misa al padre rector Francisco Berrocal.

En cuanto a su futuro profesional, se lo despejó su madre: «Ella me decía que me hiciera maestro, que así tendría un porvenir asegurado». Así que el joven Pedro durante tres años estudió en la Escuela de Magisterio Salvador Rueda, en la actual plaza de la Constitución. Acabó con 19 años y entró a trabajar en su barrio, en el ICET. «Todavía me acuerdo del primer día: Les expliqué el Descubrimiento de América, eran niños de 10, 11 años».

Don Pedro se emociona al recordar las circunstancias de muchos de estos niños, hijos de pescadores de la playa o de las cuevas, «con sandalias de goma o medio descalzos y con los pies mojados». Eran los tiempos en los que las casas de la playa «tenían una puerta que daba al mar y otra trasera al monte», para que, en caso de temporal, el agua entrara y saliera.

En esa época, era el clásico maestro de enseñanza primaria que impartía de todo un poco. Ya entonces, su sola presencia lograba imponer la disciplina y el respeto en clase, aunque como cuenta, tenía la ayuda de delegados en las secciones, «que apuntaban quiénes habían sido los tres mejores alumnos y los tres peores». Con los reincidentes pasaba las tardes del sábado dándoles tareas, y como entonces había clase los sábados por la mañana, sólo descansaba los domingos.

Sus inicios como profesor fueron a la par con los de futbolista. Don Pedro siempre fue un buen central, y muchos amigos y antiguos alumnos recuerdan sus pases precisos y los disparos «con las dos manos abiertas, me lo sigue diciendo mucha gente», comenta con una sonrisa.

El profesor, que llegó a ganar un trofeo a la deportividad, jugó en el Miraflores, en la Olímpica Victoriana y en el C.D. El Palo, del que fue uno de sus fundadores. «Lo creamos en mi casa con la colaboración de un grupo de jugadores», apunta.

De hecho, gracias a un partido benéfico que su equipo jugó con el Vélez, y con la contribución del público y comercios del barrio, pudieron sufragar el reloj que todavía luce la parroquia más antigua del Palo, Las Angustias.

En los primeros años, todavía sin la novedad de agrupar a los jugadores según la edad, le tocó jugar siendo un chavea «muchas veces con hombres casados y de más de 30 años».

De ese tiempo de futbolista se queda con lo mejor: «Vida sana, una buena forma física y sobre todo, muchos amigos».

En 1967 contrajo matrimonio con Loli Palomo, la niña a la que su madre ayudó a nacer, quien por entonces era maestra en el Colegio de La Milagrosa.

Dos años más tarde, don Pedro marcha a trabajar al Colegio San Estanislao. Hombre metódico, aunque por entonces no era necesario tener la oposición de maestro para trabajar en el centro, «pedí una excedencia de un año para sacármela». Obtuvo el número 2. Su primer destino fue el colegio prefabricado San Carlos, en la plaza de Santa María, junto a Mundo Nuevo, del que guarda un gran recuerdo. «Preparé a los niños para la primera comunión y me pedían que les contara cosas del Señor».

Tras un breve periodo, se reincorporó a San Estanislao, hasta su jubilación en 2004.

Del colegio de los jesuitas quiere recordar especialmente a dos profesores ya fallecidos: Don Juan Gómez Juárez, «que fue mi profesor y enseñaba Matemáticas muy bien» y don Mariano López, «era un portento de cultura y un profesor estupendo; a mí me dio Literatura».

En San Estanislao impartió asignaturas como Lengua, Naturaleza y Matemáticas. Esta última fue la que terminó impartiendo durante más cursos, «aunque Lengua también me gustaba mucho», confiesa.

Don Pedro Medina intentó siempre adaptarse a los alumnos, a la hora de dar Matemáticas, porque como señala, «estaban los vagos, pero también a los que no les entraban los números».

Para estos casos, aún hoy pide paciencia a los padres, porque luego pueden llegar las sorpresas, como un antiguo alumno negado para las fracciones y ecuaciones que hoy es un reconocido técnico de sonido en el mundo del cine.

También le han dado muchas alegrías sus cinco hijos: Pablo, José, Pedro, Carmen y Lourdes. Les salieron estudiosos y con una brillante carrera profesional.

Don Pedro Medina disfruta hoy con su mujer de una jubilación bien merecida...y de 13 nietos. Es la medida exacta de un maestro inolvidable.