Aunque el bolero suplique al reloj que no marque las horas, lleva siglos marcando el tiempo. La relación de la familia Gil con los relojes es de auténtico flechazo, una vocación que pasa de una generación a otra y que simboliza el impoluto taller de relojería que Germán Gil y su padre Adriano tienen en el número 33 de la calle Victoria.

«Pretendemos dignificar el oficio, siempre se ha visto como el de un señor mayor en una cueva, cuando hoy en día los talleres son laboratorios. Nosotros cogemos un milímetro y lo dividimos en cien», pone de ejemplo Germán, de 42 años.

A su lado don Adriano Gil, de 86 años, muestra el orden casi militar de la mesa de operaciones, en la que se alinean a la perfección tornillos del tamaño de una pulga. «He visto relojeros que tienen la mesa... a mí me gusta el orden absoluto, es lo básico», cuenta. A don Adriano le sale la vena del excelente maestro de relojeros que ha sido. Todavía recuerda emocionado el último homenaje que le hizo un grupo de alumnos el año pasado, en agradecimiento por haberle enseñado la profesión. «El homenaje que me hicieron estos niños me hizo llorar», confiesa.

Don Adriano Gil nació en 1931 en Tetuán, en el Protectorado español. Hijo de militar, su padre falleció de una perforación de estómago cuando él solo tenía siete u ocho años, así que poco después, cuando cumplió 14, marcha a buscarse la vida a Tánger. Nieto de relojero, Adriano fue a ver a su tío, que tenía en Tánger un taller de relojería y se quedó prendado de ese mundo con una maquinaria que rozaba la perfección. «Mi tío me dijo: sobrino, estoy viendo que se te van los ojos detrás de las máquinas y yo le dije que sí, que quería ser relojero».

Así que el pequeño Adriano aprendió desde los 14 en el taller de relojería de su tío, hasta que, pasado un tiempo, entró a trabajar en una fábrica de relojes en cadena que había en la ciudad internacional y que dirigía una señora francesa. «La fábrica necesitaba instruir a las personas que iban llegando, así que mandaron a mi padre a formarse como instructor de relojería a Besanzón, en Francia», destaca su hijo Germán.

El maestro de relojeros compaginaba su trabajo en la fábrica con un taller de relojería propio -Helvetia- por las tardes, y como destaca, en la fábrica siempre intentaba que el personal fuera compatriota: «Español que llegaba, español que se quedaba a trabajar. Siempre le decía a la dueña que eran todos estupendos trabajadores», ríe.

Aunque alguna excepción hizo y muy importante, porque un buen día entró a pedir trabajo Inés Alonso, una peluquera madrileña. «Era morena y de unos ojos verdes preciosos», recuerda Adriano, que le puso como prueba el que engrasara un reloj: «Y lo hizo polvo, engrasó hasta los tornillos, así que le dije, muy bien pequeña, ya te avisaré».

Las casualidades de la vida hicieron que Adriano y su madre, María, alquilaran una habitación de su casa y se presentaran como potenciales inquilinos la joven peluquera y sus padres. Como Adriano estaba solo en el piso, al momento fijó unas condiciones muy ventajosas. «Alquiló baratísimo, pero cuando su madre vio a la joven, entendió por qué», cuenta Germán con una sonrisa, porque está contando cómo se conocieron sus padres.

Adriano e Inés contrajeron matrimonio y la pareja tuvo cuatro hijas (el quinto hijo, Germán, nacería ya en Málaga). En Tánger, don Adriano estaba tan bien considerado como relojero que en una ocasión tuvo que dejar su puesto en la fábrica porque le llamó el gobernador de Tánger para que le solucionara un problema: «Estaba muy apurado porque le habían regalado un reloj y no sabía darle cuerda ni ponerlo en hora», sonríe.

En 1974, la familia decide cambiar de horizontes y emprender una nueva vida en España. Un abuelo del relojero era natural de Cómpeta y don Adriano recordaba una conversación que tuvo con él, subido a un tractor, cuando le preguntó cómo era esa Cómpeta natal de la que tanto hablaba. «Mi abuelo paró el tractor y dijo mirando al cielo: hijo, es como una pincelada grande blanca de cal en la mitad de una montaña. Cuando fui era tal y como me había dicho», explica.

Como además las tías de su padre vivían en Málaga, allí se decidió establecer la familia Gil, aunque antes fue don Adriano en solitario a tratar de encontrar un local y una vivienda de alquiler.Descanso en la plaza

En Málaga protagonizó un episodio digno de Berlanga y que cuenta su hijo Germán: «Mi padre estaba cansado y se echó en un banco de la plaza de la Merced; se le acercó un guarda de la plaza y le preguntó que si estaba 'durmiéndola'. Mi padre le explicó que no, que estaba agotado porque había venido de Tánger, llevaba buscando un local, no lo encontraba y temía volverse sin nada. Entonces el guarda le dijo que hablara con el fotógrafo Eugenio Griñán y le alquiló una vivienda y el local de abajo». «Y así empecé a trabajar», añade don Adriano.

Poco tiempo después se mudaron al número 33 de la calle Victoria y consigue transformar en local comercial el antiguo bajo. «Eso fue por el año 76, 77 y ya puse mis relojes, mi mostrador, empecé a trabajar y no he conocido en la vida más que arreglar relojes y estudiarlos», explica.

Tantos años viendo a clientes, testando relojes y reparándolos dan para muchas anécdotas. Una de ellas tiene que ver con la fábrica de maquinaria de relojería suiza ETA, un negocio creado a mediados del XIX que nada tiene que ver con la extinta banda terrorista. Sin embargo, un nieto de don Adriano vio unas fichas técnicas con el nombre de ETA y concluyó que su abuelo y su tío fabricaban «bombas de relojería» para los terroristas.

En otras ocasión, cuenta don Adriano, entró un guardia civil de paisano y le confesó que estaba «amargado» porque se le acababa de fugar un preso. «Yo quería que mi hijo fuera guardia civil pero ahora quisiera que fuera relojero, ¿usted me podría ayudar por favor?», dijo el de la Benemérita con las lágrimas saltadas. Don Adriano, también conmovido le respondió: «Mañana a las 9 de la mañana, que esté aquí». Y el hijo del agente se hizo relojero.

Hace algunos años que el maestro relojero ha dejado su sitio a su hijo Germán (Málaga, 1976). Por las manos de esta saga de relojeros han pasado relojes de todos los tamaños, tipos y épocas (el más antiguo, de 1700). Son capaces de averiguar si un Rolex es auténtico o no analizando si hay rastro de radio en las agujas de los modelos más antiguos o la profundidad con la que se ha grabado la numeración de la fábrica, pueden comprobar si un reloj aguanta una presión de 3.000 metros de profundidad o hacer que se ponga en marcha un aparato de tres siglos.

Los relojes siguen de moda, los modelos más caros tienen listas de espera de hasta 500 personas y los Gil están aquí para hacer que todos sigan marchando a la perfección. Por cierto que un hijo de Germán, de 4 años, ya apunta maneras de relojero. La familia Gil, quién lo duda, tiene cuerda para rato.