Era conocido por el apodo El Breva, pero según la cédula personal, porque todavía no se había creado el DNI, se llamaba Juan López.

El sobrenombre le vino de su costumbre, en la época en que las higueras se llenaban de brevas, de afanarse cuantos frutos podía agenciarse en unas huertas de Churriana. Después de nacer y criarse en El Bulto, cuando se apañó con la Manuela, se fue a un corralón de la calle Plaza de Toros Vieja, donde compartía vivienda, patio, lebrillos para lavar la ropa y retrete con veinte o treinta familias. En los bajos del corralón había un boliche en el que se fabricaba jabón verde.

Su oficio, es un poné, era de tapicero en los talleres de la VERS, en el barrio de Huelin. Del curro sabía una mititilla; consistía en reponer los asientos de los vagones de Renfe que se reparaban en la entonces pujante empresa en la que trabajaban varios cientos de personas de distintos oficios, como mecánicos, cristaleros, forjadores, pintores… El tejido de los asientos de primera y segunda clase de los vagones, más roídos que el culo de una mona, era sustituido, y para aumentar su confort se rellenaba de guata; en los vagones de tercera, como eran de madera, con una mano de barniz era suficiente.

El Breva tenía gran respeto al gerente de VERS, don Rufino Valiente, que era para sus adentros, un tipo cabal, muy educado y que se interesaba por la vida de sus obreros que los sindicatos verticales convirtieron en productores, que era más finolis.

Don Rufino, desde su despacho, observaba cómo trabajaba el personal y, entre sus amigos, comentaba algo que le llamaba la atención: en los talleres de Málaga apenas se oían blasfemias; todo lo contrario a lo que sucedía en los talleres que la misma empresa tenía en Villaverde. Tan apañao era el baranda que hasta ayudaba a los hijos e hijas de sus obreros a que estudiaran el bachillerato y se formaran para el futuro.

Para El Breva y los cientos de trabajadores fue una tragedia el cierre de la VERS porque Renfe, su primer cliente, empezó a reparar los vagones en sus propios talleres.

Se apistelaba

El Breva le daba al pirraque y se apistelaba después de trincar los sábados por la tarde el jornal de la semana.

Cogía unas papas de no te menees y cuando llegaba al corralón, la Manuela, que era conocida por La Higona, no le hacía ni puto caso.

Mientras dormía la mona, la parienta le trasteaba los bolsillos de la chamarreta y le cogía la mosca para poder comer la semana. Lo dejaba tieso, pero El Breva no decía ni mu porque cuando a la Manuela le daba el agua de Levante no la aguantaba ni el sursuncorda.

A la Manuela la apodaban La Higona porque faenaba unas veces en la Casa Bevan, a la entrada de la calle Ayala, y otras con Fernando Díaz Murciano en la calle Vendeja. Estaba especializada en envolver el Pan de Higo, uno de los productos más demandados cuando los frutos secos de Málaga se vendían por Navidad en Suecia y Dinamarca. De ahí el mote.

Cuando se quedó parao por el cierre de la VERS, como tantos otros obreros, se ganaba la vida en lo que encartaba: en Semana Santa, llevando tronos, y terminaba el Viernes Santo derrengado y con el hombro en carne viva; pero es lo que había. El resto del año se dedicaba a cargar sacos en el muelle, sacos de harina, de arroz, carbón, madera… o lo que saliera.

En las largas jornadas del muelle, donde si podía se llenaba los bolsillos de trigo, arroz y otros productos para la casa o para vender en una de las tiendas de la calle Ancha del Carmen o Salitre, se escapaba por la puerta donde estaba el cuartel de la Guardia Civil, frente al Teatro Vital Aza, para darse un lingotazo de vino blanco de Valdepeñas o Tomelloso, que vendía a buen precio el Bar Antena, en la calle Córdoba, cerca del Muelle de Heredia. En una botella de un litro, de las utilizadas por anís Asturiana o Castellana, el dueño la llenaba de mollate que en dos o tres tragos, con la ayuda de una cañaílla en el tapón para facilitar la bebida al morro, los trabajadores de la colla se relajaban un rato para seguir la dura faena. Algunos, después de apistalarse, se iban al relleno donde pintoneaban las pelanduscas.

Un ramo de flores

No era mala persona El Breva; el vicio de la bebida era innato en la gente de su clase. Era una espita para desembarazarse de la pobreza y miseria en la que se desenvolvía. Tenía que aceptar lo que le pagaran porque las ofertas de trabajo escaseaban. Se achantaba como tantos otros.

Un día le dio el avenate de tener un detalle con la Manuela que, fueraparte de su genio endemoníado que echaba chiribitas por cualquier cosa, era buena con él y trataba a los dos churumbeles fruto de su amartelamiento con el mismo cariño que una perra con sus crías. El detalle fue, porque lo había visto en una película de amores que echaban en el Rialto, regalarle un ramo de flores, algo insólito en el ambiente en que se movía.

Fue porque varios días antes, la Manuela le dijo que por qué no se casaban. Llevaban juntos catorce o quince años. A él no se le había pasado por el coco semejante idea. ¿Para qué casarse, si estamos bien así, arrejuntaos?

Como el niño tenía que hacer la Primera Comunión, la Manuela fue a ver al Padre Jacobo, que era el párroco de la iglesia donde tenía que recibir el sacramento. El Padre Jacobo, que era muy campechano y no se achicaba en los homilías para cantarle las cuarenta y las cincuenta a las parejas que no se casaban, le invitó a que regulara su situación. No te va a costar nada, le dijo.

En aquellos años, personas del Centro de Málaga, iban a oír al Padre Jacobo que, con la mayor naturalidad del mundo, decía cosas que escandalizaban a los feligreses. Antes de venir preñadas, decía, ¿por qué no os casáis como Dios manda?

Y El Breva y La Higona decidieron casarse. Fue entonces cuando él pensó en el ramo de flores, como había visto en una película. En el quiosco de la Alameda, que regentaba «el holandés de las flores», apodado también El Orejones por el tamaño de los órganos auditivos, le pidieron más de lo que llevaba encima. Alguien le dijo que no lejos de allí estaba La Rubia, que vendía las flores más baratas. Y así lo hizo.

Cuando El Breva apareció en el corralón con el ramo de flores que ofrecido a su pareja, a ésta casi le dio un patatús. Pero de ahí no pasó.

Los hijos de la pareja

Los dos hijos de El Breva y la Manuela, con no pocos esfuerzos, salieron adelante, y gracias a terceras personas de buen corazón, uno de ellos entró en la Escuela Franco que estaba en Martiricos y se hizo tornero, y el segundo, en la escuela del Padre Mondéjar, hizo también formación profesional en la especialidad de electricista.

El primero emigró a Cádiz para trabajar en los astilleros de Matagorda, y el segundo emigró a Alemania donde se casó con una rubia de ojos azules y bien rellenita por el exceso de cervezas y las salchichas.