­«Este es un hallazgo que se produce cada 50 años, por poner una cifra», estima Eduardo García Alfonso. Al lado de este arqueólogo de la Junta de Andalucía se encuentra la también arqueóloga, la malagueña Sonia López Chamizo, de Arqueosur. Ella fue una de las expertas que en 2012 participó en ese descubrimiento excepcional: una sepultura intacta de época fenicia, sin expoliar, con todo el ajuar, localizada en un enorme solar entre las calles Refino y Jinetes. «Los primeros que la vimos fuimos nosotros después de 2.600 años», recalca Sonia López.

La tumba del guerrero, como fue conocida, es hoy la estrella de la sección arqueológica del Museo de Málaga y, dada su importancia, acaba de protagonizar la última monografía de la Consejería de Cultura de la Junta: La tumba del guerrero. Un enterramiento excepcional en la Málaga fenicia del siglo VI a.C.

En concreto, se ha publicado dentro de la colección de Arqueología que, como recuerda Eduardo García, «comenzó precisamente en 1989 con una monografía del Cerro del Villar».

Tanto Eduardo García como Sonia López, junto con el también arqueólogo David García González, han coordinado esta obra ambiciosa y completa, en la que han participado 34 expertos.Algo de alfarería medieval

«Comenzó siendo un control de movimientos de tierras en un espacio de Málaga donde no sabíamos a ciencia cierta si podía haber restos arqueológicos», cuenta la arqueóloga, que señala que, por la zona, que se correspondía con la parte norte del antiguo arrabal musulmán, los expertos pensaban que hallarían «algo relacionado con la alfarería medieval o moderna». Pero encontraron mucho más. Para empezar, un barrio de la época de las taifas «bastante espectacular y que de por sí merecería, si no una publicación, sí algún capítulo interesante de otro libro», cuenta.

La sepultura apareció en una esquina del solar y como otras tumbas fenicias, parece que tuvo una cubierta vegetal. Los limos del Ejido hicieron que terminara colapsando y que la tumba se llenara de tierra.

Esto explica el mal estado de los huesos del guerrero, que estaba acompañado por un suntuoso ajuar: una lanza de hierro (sólo la punta, el resto de madera se perdió con el tiempo), un quemaperfumes fenicio, una pátera de plata o plato para sacrificios, un escarabeo de cornalina engarzado en oro, un par de varillas de plata y un precioso casco de tipo corintio de bronce, decorado y con un soporte para una posible pluma o penacho.

Esto es lo que se expone en el museo porque como detalla Sonia López, «quedan piezas por restaurar», ya que también se localizó, roto en minúsculos fragmentos, una pieza que puede ser una bandeja, un escudo o bien dos escudos, «con dibujos similares al yelmo». «Iba muy conjuntado, por eso, en broma digo que era Brad Pitt en la película Troya», ríe la arqueóloga.

Tanto el carbono 14 como el estudio individualizado de las piezas y sus cronologías coinciden en datar al misterioso guerrero en el último cuarto del siglo VI antes de Cristo.

De sus características físicas el estudio señala que era un hombre de algo más de 40 años, de 1.75 a 1.80 de estatura y con musculatura.

El análisis de las piezas, recalca Eduardo García, aporta información sobre su probable origen: «Era un individuo foráneo, al menos la mayoría de los objetos no corresponden a típicos de la Península Ibérica». Porque si el quemaperfumes y la lanza sí son de la Península Ibérica, no ocurre lo mismo con el famoso casco decorado, que parece provenir de las colonias griegas del sur de Italia o de Sicilia (la llamada Magna Grecia).

Tampoco está hecho en la Península el escarabeo, un amuleto de fabricación egipcia «determinante para saber a qué se dedicaba», detalla el arqueólogo. Como explica, en esta pieza aparece Sekhmet, la diosa egipcia de la Guerra. Además, el cartucho con una inscripción jeroglífica junto a la diosa se ha identificado que se refiere al faraón Necao I, de finales del siglo VII a.C. y cuyo hijo, Psamético I, «por los textos sabemos que fue el faraón que primero contrata mercenarios griegos y también sabemos que muchos de estos mercenarios se hicieron devotos de la diosa».

Además, son foráneas las dos varillas y la pátera de plata. «Parece ser que se vinculan con la zona egea o Mediterráneo Oriental aunque no se han podido localizar los talleres», precisa Eduardo García.

Un mercenario extranjero

Con todos esos datos, este hombre extranjero era un mercenario; en cuanto a su procedencia, aunque todo pueda apuntar, no hay evidencia directa de que fuera griego. «Sabemos que era un gran guerrero, un hoplita o en esa línea de táctica militar. Si vemos la Ilíada, los hoplitas no eran agricultores, tenían cierta capacidad económica para poder comprarse ese armamento», cuenta Sonia López.

Una de las hipótesis que barajan los arqueólogos es que hubiera sido contratado por la ciudad de Malaka. «Por los textos sabemos que los fenicios no suelen guerrear sino que contratan gente para que les preste asistencia militar», señala Eduardo García.

La gran novedad que aporta la tumba, destaca, es que se pensaba que el mundo de los mercenarios (el mercenariado) era mucho más tardío, «de tiempos de las guerras de Cartago con distintos pueblos indígenas de la Península, a finales del siglo V a. C.». El guerrero mercenario es del último cuarto del siglo VI a.C.

«También tenemos que quitarnos de la cabeza que ser mercenario fuera algo malo, alguien que se vende; creo que en esa época no tiene una connotación negativa, sino que a lo mejor lo tiene de prestigio o incluso de poder», sostiene Sonia López.

A este respecto, Eduardo García recuerda que muchos de estos mercenarios «eran líderes, normalmente aristócratas» y recalca que «la guerra era una actividad económica como podía ser la tenencia de tierras».

Por todos estos datos, la arqueóloga estima que el guerrero «debía de tener algún tipo de poder en la sociedad última que lo acogió o al menos consideración, para que se le entierre con honores».

Una vez constatada la presencia de mercenarios en la temprana Malaka fenicia, los dos arqueólogos no pierden la esperanza de futuros descubrimientos.

«No se puede descartar, aparte de que la tumba nos dibuja una visión de la ciudad fenicia distinta a la que teníamos», concluye Eduardo García.