Entre los pecados mortales culturales que almacena mi almario, uno de los más graves es no haber estado nunca en México. Ni en Egipto. Los dos países de la pirámide, esa figura que según me enseñaban los jesuitas era la perfección absoluta en todos los sentidos. Yo siempre pensé en mi ignorancia que no había nada como la esfera. Es posible que por eso nunca haya llegado a alcanzar el nivel intelectual suficiente como para entender de qué se habla cuando algunos personajes hablan de determinadas cuestiones.

En cambio sí he tenido la alegría de haber estado cinco veces en Cuba, la perla de la corona de España, que no otra cosa significa esta expresión. Cada una de ellas por motivos distintos y con diferentes acompañantes. No voy a entrar en citas históricas, ni en menciones literarias, ni en elogios que vengan de otras personas mucho más ilustres que yo y mucho más capacitadas, porque yo escribo desde el corazón.

Desde la primera noche mirando por la terraza del Hotel Nacional, todo lo que llevaba pensado decir en la conferencia que tenía que pronunciar al día siguiente me pareció absurdo y ridículo. Ni La Habana era Cádiz con más negritos, ni Cádiz era La Habana con más salero. Qué más hubiera querido ser Cádiz. Solo se me ocurre decir que La Habana es una de las ciudades más hermosas que yo haya visto en mi vida.

Cuba es la otra España, la que huele a caña, tabaco y brea. Y el paisaje cubano no tiene parangón con ningún otro que yo haya visto nunca. Ni las palmeras reales pueden compararse a ninguna otra, con su tronco blanquecino, como una columna vieja y sus palmas de un verde intenso incomparable. La belleza de La Habana, la ciudad de las mil columnas, de Alejo Carpentier, de Lezama lima, de Severo Sarduy. El Prado, la calle Obispo, el Floridita, el hotel Sevilla , la Esquina de Gómez, y la ceiba milenaria, la Catedral, el seminario de San Carlos, los cuatro fuertes edificados por Carlos III a la entrada del puerto, el Palacio de los Capitanes Generales, la iglesia de Paula, el convento de San Francisco, todo ese conglomerado de la Habana Vieja que con tanto amor, celo y mano implacable cuida el gran Eusebio Leal, las palmeras reales, que Rafael García Padilla trajo a Málaga para la plaza de la Constitución y que, incomprensiblemente se perdieron, el Malecón, los cuerpos desnudos mestizos, el brillo de la piel mulata que solo ha producido el mestizaje de España, los rostros morenos de ojos azules, las caderas que se bambolean como una nave entrando por el canal de la bahía, el Gallego Fernández, en una tarde caribeña de diluvio cuarterón y sol prieto, la música, el son, el bolero, la escuela bolera, el campo, la cachaza, las papas, la yuca y el mamey, la santería, el negro punzó, las avenidas y calles tiradas a cordel, los nombres españoles, los jesuitas, Santa Clara, Trinidad, Matanzas, Pinar del Rio, el Centro Gallego, el Ballet Nacional de Cuba en el Teatro García Lorca, los Sorollas de La Habana, el Valle de los Ingenios, donde circuló el primer tren de los españoles de ambos lados del Océano, Manaca Iznaga, el trono vacío, porque el Rey (qué Rey, cuál va a ser, el Rey, no hay otro) se negó a sentarse en él, el cementerio Colón, el songoro cosongo en Trinidad. Varadero y Miramar, la literatura, la música, el sincretismo, la santería€esa es Cuba, nuestra eterna Cuba. Y los negros, que no hay ninguno en la cúpula de la Revolución. No escribo con datos, ni con diccionarios, ni con libros de historia. Es que Cuba pasó de ser la isla Juana a la perla de la corona y al refranero español de «más se perdió en Cuba». Escribo con el corazón y el amor de mis recuerdos. Y en La Habana Vieja, las calles trazadas a cordel, herencia materna española, a su vez heredadas de la madre Roma, la madre de todas las madres. Y los palacios con escudos en los dinteles como si fuera Sevilla, o Salamanca, o Cáceres. Eres la otra España€ Y más tiempo española que otra cosa. Criolla pura, es decir, blanca, negra caribe, boricua, antillana, cristiana, sincrética, santera, hispana, que no otra cosa es el mestizaje. Una Nochevieja en New Jersey, cenando puerco con frijoles y vino de la Ribera del Duero, mientras cantábamos y bailábamos villancicos españoles.

Noches en el jardín del Hotel Nacional de La Habana. El aire espeso y caliente, el ondular de la brisa en las palmas reales, y Compay cantando Lágrimas negras, las luces entrevistas a lo lejos, allá enfrente en Cayo Hueso, el cañón de la Armada Española, firme en su lugar de siempre, con su cartela orgullosa de haber disparado a los yankees el año 98 mirando al enfrente, y sentir que estos son los míos, los nuestros, los de nuestra sangre, piensen como piensen, que esta es nuestra tierra, no por conquista, sino porque nosotros somos ellos y ellos son nosotros ,y que la Virgen de Regla del fondo de la bahía es la misma que la de Chipiona y las garitas de piedra son las de Cádiz y que nadie habla sino de la madre patria, la gloria madre, la gloriosa España(te acuerdas Alfredo?). Lo único malo que recuerdo de Cuba en este momento de la medianoche en que escribo es a un viejito desdentado y negro -no hay negros en la cúpula de la revolución- sentado en el bordillo de la acera de la calle Obispo, en camiseta mugrienta y desgarrada, pregonando con voz de ron añejo: «Juventud Rebelde, Juventud Rebelde».

Me equivoco de destinatario. Como él también se equivocó al escribir al Rey de España, a quien tanto le debe su pueblo. Iba dirigirme al señor López, presidente de México, el de las guerras cristeras, el de la guadalupana, el de la música barroca en el Zócalo, el de arquitectura virreinal, el de Sor Juana Inés de la Cruz, el de los pintores y escultores mestizos, o indios, el del virrey Gálvez, el del galeón de Manila-Acapulco-Veracruz-Cádiz-Sevilla.

Yo no envío esta carta al señor López, presidente de México, porque entonces le diría cosas terribles de oír y aceptar, incluso para sus oídos, que son crueles y terroríficos, como descendiente de nosotros, sus sanguinarios hermanos españoles, acerca de los que él considera sus únicos ascendientes. Se la dirijo a mis compatriotas españoles que desconocen, desprecian e ignoran lo que su patria, la tierra de nuestros padres, ha hecho para que sea posible que un analfabeto malintencionado como el señor López llegue a ser presidente de México: darle un apellido y un idioma con los que insultar a su propia madre. La que lo parió.