Escribo en Viernes Santo por la tarde, mientras oigo la Pasión según San Mateo de Juan Sebastián Bach en una vieja versión de la Filarmónica de Berlín, dirigida por Furtwangler. Es una tarde melancólica, después de una semana en que los hechos vividos han dejado un rastro de desolación, una especie de amargor de boca, unos ojos apagados.

Aparentemente no son comparables unos a otros en la posible gravedad objetiva de los mismos, pero la gravedad y la desolación de los momentos de la vida, las otorga uno mismo, en función del dolor siempre subjetivo que a cada cual produzcan. En la vida todo se mide por su relación con otro referente. Especialmente, el dolor.

El Lunes Santo a las siete de la tarde contemplaba la subida de la bella imagen de la Virgen del Amor Doloroso de la Cofradía de Pasión por la incalificable rampa de entrada a la Catedral en Postigo de los Abades, cuando saltó en mi móvil la increíble noticia del incendio de Notre Dame de París. El Miércoles Santo terminaba la lenta agonía de Manolo Alcántara, no por esperada y anunciada, menos dolorosa. Mientras tanto el disparatado nuevo recorrido de las procesiones, con su secuela de tribunas, sillas, rejas, viseras de fórmula uno, obras en el metro y la Alameda y lluvia a discreción, traían consigo la peor semana Santa en muchos años. Esta mañana recibo un video que me envía mi querida María Antonia Gancedo, con las imágenes bochornosas del estado en que se encuentra la Hacienda Santa Tecla en Churriana. Salgo a caminar un rato y descubro el tronco enhiesto de lo que puede que algún día sea un árbol, que sustituya a una bellísima jacaranda de cuarenta años que «un hachazo brutal te ha derribado».

Estas líneas saldrán a la luz el Domingo de Resurrección, día de júbilo cristiano, la Pascua, porque como alguien dijo, «si Cristo no ha resucitado, todo es válido». Y en este plan. Miren, esta secuencia de hechos debe hacernos reflexionar y pensar despacio si este es el camino de una sociedad desnortada. En la que todo vale. Ya sé que la muerte es un hecho biológico, negación de la vida, fin de la misma, es sarcástico que la única certeza de nuestras vidas sea el final de las mismas, y que Alcántara era muy mayor, pero el que se apague una mente tan lúcida, tan eternamente joven, irónica, moral, inteligente y escéptica, a los que tuvimos la fortuna de convivir algunos años con él, nos produce una infinita melancolía. «A mí, que no me despierten». Recuerdo ahora los muchos años vividos en la Fundación Unicaja, sentados uno al lado del otro y con Antonio Garrido enfrente y los viajes a Cádiz al jurado del Premio de Artículos Periodísticos, con Manolo, o con Sebastián, cuando parábamos en una gasolinera en Los Barrios a desayunar, después del madrugón, que para él suponían las siete de la mañana, y la vuelta de Cádiz, en que siempre se quedaba dormido en mi hombro. Las limpias lágrimas de su hija Lola en la capilla ardiente eran un trasunto de las vírgenes dolorosas, que andaban por las calles, perdidas en el laberinto de idas y venidas de una verdadera calle de la amargura en que unas personas, de cuya buenísima voluntad no dudo, han convertido el Centro Histórico de Málaga en estos días.

Señores míos, hay cosas con las que no se puede jugar. Cosas que no deben tocarse porque son sagradas. Cosas que no admiten modernización, porque pierden sus elementos estructurales y por tanto, su esencia. No se puede hablar de una Semana Santa del siglo XXI, ni de naftalina, porque La Semana Santa solo puede ser barroca, porque nació en el Barroco, como réplica a la Reforma, si los protestantes eliminan las imágenes, los católicos las sacamos a la calle, y porque todos los sitios que guardan tesoros huelen a naftalina, porque es lo que evita que esos tesoros se pudran. Vuelvan, por favor, atrás, recapaciten, estudien horas y horas y cambien lo que haya que cambiar. Pero única y exclusivamente eso: lo estrictamente necesario, por el bien de todos, no de unos cuantos.

«Lo de Notre Dame es un palo» fue una de las inteligentes expresiones que tuve que oír al producirse la noticia del incendio. Bueno, es algo más que eso. Y me temo que va a ser peor aún el futuro. Desconozco a estas alturas cuál ha sido la causa directa del incendio, pero Notre Dame, que para muchos era el símbolo de la Iglesia protectora de la artes y cultivadora del espíritu y el estudio, se había convertido en un simple monumento turístico, vacío de contenido, casi laico, desaparecido su carácter sacro. Cuando el hombre pierde el santo temor a lo sagrado, se convierte en un puro hecho biológico, carente de cualquier aspiración o anhelo de trascendencia y sometido al puro devenir de una vida material, unos poderes políticos que lo asfixian y un irrefrenable deseo de consumir gadgets, suvenires y banalidades. Seguramente, Notre Dame volverá a alzarse, pero no será la misma que nosotros hemos visto y vivido, como esa tampoco era la misma que vieron los Capeto, ni la Revolución, ni la Comuna, ni Violet-Le-Duc, ni dos Guerras Mundiales. Como escribe Rafael Moneo- que es un genio a pesar de la tontería de La Mundial- los edificios, sobre todo los que tienen cientos de años, como la catedrales, tienen vida, son construcciones que van haciéndose y conformándose a lo largo del tiempo, en un sentido formal. Los cambios, las modificaciones, las reformas, las reconstrucciones y las terminaciones, no les afectan sino formalmente, si los principios estructurales que los conforman son respetados. Me pregunto qué pensarían hacer algunos si -Dios no lo quiera- nuestra Catedral sufriera una catástrofe semejante. ¿Se restauraría entera, o la dejarían convertida en una Manchotte?

Creo ser un liberal y creo en el carácter intocable de la propiedad, tal y como establece la Constitución. Pero a veces a uno le flaquean las convicciones, hasta las más firmes. Es por ello que me pregunto cómo ha sido posible dejar que la Hacienda de Santa Tecla llegue al estado de degradación, abandono suciedad y miseria al que ha llegado. Esto no es un cambio de línea, ni mucho menos, en el hilo de lo que estoy escribiendo. La propiedad privada tiene la obligación de conservar los lugares o inmuebles, que atesoran una historia, una tradición, que pertenecen a la cada vez más exigua colección de grandes mansiones que rodeaban Málaga, en vez de dejarlos caer a pedazos en aras del posible pelotazo que traiga consigo una recalificación probable. Y, sinceramente, no puedo entender el afán de lucro que algunas personas puedan tener, cuando necesitarían varias vidas para gastar lo que tienen. Y ello es difícil, teniendo en cuenta que, siendo poco probable la resurrección, creer en la reencarnación me resulta imposible.

Insisto en que no todo vale. No todo se puede hacer. No todo está permitido. Y no hablo de las leyes. Que de hecho permiten lo que el legislador de turno considere conveniente, y así nos va. No. Me refiero a la moral, a la ética, a la estética, a la misma sencillez y simplicidad de las cosas. Recordemos cuando Cristo dijo aquello tan hermoso hablando de los lirios del campo: «ni Salomón en toda su grandeza pudo vestirse como uno de ellos». Talar una jacaranda de cuarenta años, alegando que las raíces estaban asfixiando al tronco y corría peligro de caída, es posible que sea pura y simplemente una forma de negar al árbol lo que muchos defienden en relación a las personas y que yo no tengo tan claro: el suicidio y la eutanasia. A lo mejor la jacaranda estaba enamorada de sí misma, como un nuevo Narciso, y lo que parecía un estrangulamiento, solo era un abrazo estrecho. Cuando estaba en flor era un espectáculo y cada vez que pasaba bajo ella le hacía una foto. Hace unas semanas, limpiando el móvil, borre esas fotos. Nunca pensé que jamás volvería a verla en flor.

Como dicen tal día como hoy en la Iglesia ortodoxa «Christos anestí».