Nació unos años antes de que los semáforos se instalaran en las calles de Málaga y simbolizaran el largo reinado de los coches. Cuando Lola Giménez Reyna vino al mundo, el edificio del Ayuntamiento sólo contaba con dos años de vida y los Baños del Carmen con tres; además, España entera se conmocionaba por el desastre de Annual. Y en especial Málaga, cuyo puerto era el enlace principal con la cruenta Guerra de Melilla.

«No me digas doña Lola, trátame de tú, que si no me haces mayor», bromea esta semana esta malagueña vitalista, nacida en 1921, hace 98 años. En 2005, ya habló con esta sección acompañada por algunos de sus hermanos. Hoy es la única superviviente de los once hijos que tuvo el matrimonio formado por la malagueña Enriqueta Reyna Ruiz y el ingeniero de Caminos logroñés Manuel Giménez Lombardo, de la legendaria tierra de Cameros, tan significativa para Málaga. En concreto, nació en 1872 en el pueblo de Nestares.

El padre de Lola es el autor de los puentes de la Aurora, el Carmen y el de Armiñán. Además, construyó el Pantano del Agujero, fue uno de los creadores de la barriada de Ciudad Jardín y el ingeniero director de las obras del Pantano del Chorro.

De hecho, la pluma con la que el rey Alfonso XIII firmó la inauguración de este pantano -justo el año del nacimiento de su hija Lola- fue con la que el ingeniero logroñés firmó los esponsales con su mujer en 1905, en la iglesia de las Esclavas.

Muy cerca, en la calle Liborio García, ocupando dos plantas con once balcones vivió la familia Giménez Reyna. «Es que éramos muchos hermanos», destaca Lola, que cuenta cómo a su hermano Simeón, el famoso arqueólogo descubridor del Teatro Romano de Málaga, le llegó a operar con tres años un médico francés «en la mesa de la cocina».

Lola recuerda poco a su padre porque cuando murió, en 1930, ella solo tenía 9 años. Una de las anécdotas de su infancia tiene que ver con un enorme Renault que sus padres compraron en Vichy, cuando don Manuel dirigía la Compañía de Ferrocarriles Andaluces. «Fuimos a Ventas de Zafarraya a ver la nieve y como el coche era tan grande, no podíamos dar la vuelta y me acuerdo que yo lloraba y le decía a mi padre que no teníamos dónde dormir», ríe.

De su infancia con su padre recuerda también que los veranos la familia iba al Valle de los Galanes, entre Pedregalejo y El Palo, a bañarse en la playa de las Acacias. También recuerda los Baños de Apolo y la Estrella, «con unas esteras y unas escaleras directas al agua».

La Primera Comunión la recibió del que desde un año antes de su nacimiento era el obispo de Málaga, el hoy San Manuel González. Y en cuanto al colegio, resalta que apenas pudo estudiar, «porque me cogieron las huelgas y la guerra».

A Lola Giménez no se le olvidará el día en el que al entrar en su calle la vio llena de arena, para que no resbalaran los muchos caballos de la policía que la ocupaban. «Entré en mi casa y estaba toda la escalera llena de policías», recuerda. Se trató de una medida de seguridad para su familia, a causa de una huelga de ferroviarios, cuando su padre dirigía los Ferrocarriles Andaluces. «Ahí fue la primera vez que supe algo de política», confiesa.

También se topó con los vaivenes de la historia española cuando, también siendo una niña, a ella y a sus hermanas las sacaron «liadas en mantas», cuando en mayo del 31 incendiaron el Colegio de Barcenillas, recuerda la sobrina de Lola, Victoria Giménez, que la acompaña en este encuentro con La Opinión.

El estallido de la Guerra Civil obligó a su madre viuda y a parte de sus hermanos a marchar a Tánger, donde permanecieron alrededor de un mes, para luego ir a Sevilla, luego a Antequera y regresar a Málaga en un tren en el que recuerda cómo su madre iba sentada en una bala de paja. Aunque en la estación de Pizarra la reconocieron como la viuda de quien fuera director de los Ferrocarriles Andaluces y le ofrecieron otro asiento, contó que no le importaba: «Porque voy a casa con todos mis hijos».

Nunca se le olvidará a Lola, ya en la Málaga tomada por las tropas de Franco, que acudió a una misa en el Parque con parte de la familia, y en ese momento «vinieron a bombardear» aviones republicanos. «Salimos todos corriendo, no sabíamos ni adónde íbamos».

Al final, llegaron corriendo al Hotel Miramar, por entonces un hospital de sangre, «con el suelo lleno de soldados en camilla».

El final de la guerra también supuso el fin del negocio familiar de exportación de vinos, pasas, garbanzos y otros productos: Nietos de Simeón Giménez. Al parecer, explica Victoria Giménez, a causa de la prohibición de Franco de enviar estos productos a Sudamérica, el mercado tradicional de la compañía. «Toda la comida se quedó en el Puerto, tuvimos que recogerla entre todos y ahí se quedó el negocio», destaca su tía.

Después de la muerte del ingeniero, la familia se fue a vivir a Villa Suecia, una preciosa casa de estilo modernista que todavía sigue en pie en El Limonar.

El hotel de Villa Suecia

Pasaron los años y la familia decidió convertir la casa en un hotel. «Tenía 50 habitaciones porque además de la casa familiar tenía garaje, caballerizas, muchas cosas más y ahí también se hicieron habitaciones», detalla Lola, que señala que en un primer momento nombraron de encargada a una señora, «pero decía que tenía muy mala pata y que no venía nadie y al final nos dejó plantados».

Fue entonces cuando sus propios hermanos la animaron a que fuera una de las que se hicieran cargo de Villa Suecia y el cambio en los mandos fue todo un éxito: «Lo hicimos en plan familiar; precisamente el éxito fue eso, que no parecía un hotel sino una casa particular».

Entre los clientes, Ira de Furstenberg y una señora francesa que se alojaba todo el año en Villa Suecia. Ahora bien, de la vida de los clientes nada se contaba, por eso Lola recuerda una ocasión en la que una amiga llamó para averiguar algo sobre un cliente, «y yo le contesté que no me preguntara nada porque lo que pasaba en el hotel no tenía por qué contarlo».

En ocasiones, reflejo de ese ambiente familiar, no se le olvida cuando los clientes le pedían que se fuera a dormir, porque ellos se encargarían de apagar la chimenea cuando estaba el fuego encendido.

Buen humor y vitalidad

Lola Giménez explica que ha llegado tarde a los teléfonos móviles, «porque me han cogido pudiendo ver ya poco». Hace un tiempo dejó su piso en La Malagueta para volver al barrio del Limonar, a una residencia de ancianos, donde explica que está muy bien. Su sobrina Victoria cuenta de ella que «disfruta de todo» cada vez que la saca de paseo. «Si vas con una persona y te saca de paseo no vas a estar quejándote», contesta su tía.

Para la afable Lola Giménez, el secreto para rozar el siglo consiste «en tener sobre todo buen humor y que te gusten todas las comidas, porque poner pegas es un sufrimiento», ríe.

«Tendremos que vernos cuando llegues a los cien», le dice el periodista, y Lola Giménez Reyna vuelve a sonreír.