Si de las cinco acepciones diferentes del término democracia que recoge el DRAE, tomamos lo más significativo de cada una de ellas, podríamos sintetizarlo como la forma de gobierno en el que el poder político es ejercido por los ciudadanos, libres e iguales, en quienes reside la soberanía nacional y que ejercen dicho poder a través de representantes libremente elegidos, en razón de una persona/un voto , en una sociedad que practica la igualdad de derechos individuales, con independencia de sexos, etnias o religiones.

Podríamos ahora hacer un recorrido histórico desde Atenas hasta hoy, pasando por León en 1188, la Escuela de Salamanca, que es la primera que declara que el poder no reside en el rey por concesión divina, sino por cesión del pueblo al monarca, el protestantismo, con su unión del poder político y religioso en una sola persona -lo que supone obviamente un retroceso en la creación del estado moderno- diga lo que diga la escuela anglosajona, hasta llegar a las revoluciones burguesas de las trece colonias que dieron origen a los Estados Unidos y la de Francia, que a pesar de su horror, creó el concepto de estado-nación, base de las modernas democracias representativas.

Pero no es eso lo que me propongo hoy. Lo que quiero es hacer un ejercicio de puesta de relieve de una serie de cuestiones, que, en mi opinión, son tan evidentes, que con ellas está ocurriendo lo que suele ocurrir con la evidencia: que en estos tiempos hay que demostrarla.

En una democracia, la vida política se rige por un contrato aceptado por gobernantes y gobernados, por el cual estos eligen a aquellos, les conceden el monopolio de la violencia, les pagan un salario para que administren y regulen la vida pública, para lo cual les hacen entrega, vía el pago de impuestos, de los suficientes fondos, procedentes del dinero que gana cada cual con el sudor de su frente, que adquieren el carácter de fondos públicos y les deberían exigir, cosa que no siempre ocurre, la rendición de cuentas al cabo del fin del periodo para el que fueron elegidos y designados. Para la toma de decisiones, se sigue la regla de las mayorías, con la protección adecuada de las opiniones minoritarias. Esto sería el modelo, el paradigma. Pero la realidad no es exactamente así.

En primer lugar, estamos hablando de derechos y libertades individuales, no colectivas. No existen tales. Yo soy titular de mis derechos individuales y usted de los suyos, que comienzan y terminan recíprocamente en el punto en que pueden chocar los unos con los otros. Mi obligación de pagar impuestos es mía exclusivamente, o de usted, no de una colectividad, igual que mi derecho a saber qué se ha hecho con mi dinero es mío, Y cada uno de los representantes de la soberanía nacional en el Congreso nos representa a todos y cada uno de nosotros, de manera que el señor Rufián, cuyo partido pretende la destrucción de esta nación, me representa a mí también. Y a usted. Y a mí eso no me gusta. Y mucho menos, estoy dispuesto a tolerarle que vista como le pete, en forma de fantoche, porque en el Congreso es mi representante y el de todos nosotros y le exijo- ya que las ultimas señoras presidentas del parlamento no parecen estar por esa labor- que se comporte con educación y seriedad. Y que jure o prometa según la formula legalmente establecida y no con la última genialidad que se le haya ocurrido en la ducha, es un decir.

No me gusta, pero me aguanto, porque como dice el gran Savater la democracia consiste en aguantar pacíficamente a personas y actitudes que me producen verdadero rechazo, que no manifiesto violentamente, sino con la sana discrepancia política. Claro que el señor Rufián y sus conmilitones prefieren saltarse a la torera -con perdón- las leyes y hacer de su capa un sayo. Y eso no puede ser de ninguna forma. La Ley está por encima de la democracia siempre, en todo momento, sin resquicio alguno, porque es lo que nos diferencia de sociedades no democráticas. Es decir, que si queremos cambiar la ley, tenemos la obligación ineludible de hacerlo por los cauces legalmente establecidos. Sin miedo a que vayan a aplicarme la Ley de la Memoria Histórica, hay que ir «de la ley, a la ley», como estableció mi profesor de Derecho Político, el sabio Fernández-Miranda, que obligó a las Cortes franquistas a hacerse el sekuppu. Imaginen que las Cortes Catalanas, tan superiores racialmente a nosotros, tuvieran que hacer algo semejante.

Pero dicho esto, hay que tener mucho cuidado con que lo que debe ser el respeto a las minorías, para que no se convierta en un boomerang por arte de los medios de comunicación y las opiniones minoritarias se nos impongan vía puro terror informativo, vía apelativos nada cariñosos, o vía de limpieza con lejía del suelo que pisamos los que no pensamos como ellos. No sé si me explico.

La democracia es un conjunto de derechos, pero también de deberes y obligaciones. La democracia es el sistema más duro y difícil de mantener, porque exige un constante ejercicio de entrenamiento, perfeccionamiento y moderación de manera que la balanza de los derechos y las obligaciones esté siempre equilibrada. Aquí hay un importante porcentaje de población que cree, por falta de instrucción, que todo vale «porque estamos en democracia», con lo cual puedo hacer literalmente lo que me dé la gana. Y es precisamente todo lo contrario. Porque estamos en democracia, solo puedo hacer lo que no moleste a los demás.

Nadie nace ciudadano. Nacemos como seres indefensos y salvajes como un pequeño lechón. Y adquirir la condición de ciudadanos lleva consigo un aprendizaje duro, difícil, largo, que debería llevarnos a un final feliz de hombres libres e iguales, capaces de ejercer unos derechos y cumplir unas obligaciones, en una vida democrática.

Y ahora entro en el otro extremo del escenario. Nuestros gobernantes no pueden de ninguna forma pretender regir nuestras vidas hasta el extremo de hacernos literalmente la vida imposible. Porque no les elegimos para ello, ni para que nos maltraten, ni nos fiscalicen, ni nos digan como tenemos que vivir, o morir. Somos seres individuales, dueños de nuestro destino y de nuestras vidas, que va a ser única en toda la eternidad y tenemos derecho a vivirla como queramos, sin molestar a nadie. Y por supuesto que, tanto congresistas como senadores y no digamos alcaldes, concejales y empleados públicos no nos hacen ningún favor con atendernos, solo están cumpliendo con su obligación. Literalmente. Y no pueden maltratarnos, o no practicar con nosotros la misma educación que se supone utilizarán en sus casas con sus familiares o animales de compañía. En Inglaterra los miembros de la Cámara de los Comunes están obligados a atender a los residentes de su circunscripción, incluso por teléfono, o a recibirlos cuando lo pidan.

Y por último el tema de la tolerancia, que se ha convertido en una especie de idiotez colectiva, que nos obliga a tolerar comportamientos intolerables literalmente, cuando no delictivos. Miren, no todo es tolerable. Ni todas las ideas respetables. Son respetables las personas. Sin ninguna excusa. Todos los seres humanos son respetables, incluidos los tiranos, que tienen derecho a un juicio justo. Pero las ideas no son todas respetables de ninguna forma. Las ideas son respetables, siempre que no sean disparates. Hoy existe una creciente cantidad de gente que han decidido de nuevo creer que la Tierra es plana. Bien, son miembros de una cofradía de partidarios de la Tierra plana, pero esa no es una idea respetable. El respeto absoluto a las ideas imperantes habría llevado a que siguiéramos en las cavernas. Los más grandes hombres de la Historia han sido los que no han respetado las ideas imperantes, desde Cristo a Einstein. Y así deberá seguir siendo.