­Antonio Dorado Soto, obispo de Málaga entre 1993 y 2008, dejó una honda huella por su sencillez y cercanía. Uno de sus más estrechos colaboradores, el sacerdote Juan Antonio Paredes, ha escrito un libro que repasa la trayectoria y pensamiento del prelado, que falleció en 2015. Al servicio de Dios y del hombre: Antonio Dorado Soto (Editorial PPC) se presentó ayer en el Rectorado de la Universidad de Málaga, en un acto en el que Paredes estuvo acompañado por Alfonso Crespo (vicario general en la época de Dorado Soto y actual párroco de San Pedro) y la profesora de la UMA Esperanza Sanabria.

«Era un hombre muy cercano, entrañable y sencillo. Tenía una gran capacidad de escucha y estaba disponible para todo el que quería verle», comentó a este periódico Paredes, que cree que Don Antonio ejemplifica perfectamente el perfil de los obispos españoles a los que le tocó poner en marcha el Concilio Vaticano II en una iglesia española bastante cerrada y también encauzar, como el resto del país, el paso a la Democracia.

«Él era un convencido del Concilio, que está bastante olvidado y que sigue teniendo mucho que enseñar, y fue fiel siempre a sus directrices. El libro es realmente un recuerdo agradecido a todos esos obispos que tuvieron que impulsar ese cambio, y que sufrieron también mucho por ello», dijo.

Así, la forma de ejercer el obispado por parte de Dorado Soto (que antes de llegar a Málaga fue obispo de Guadix-Baza en los años 70 y luego estuvo dos décadas al frente de la Diócesis de Cádiz) partió de la idea de la Iglesia como Pueblo de Dios y como comunión de hermanos, evitando la clericalización de épocas pasadas.

«Trató de implicar a todos los cristianos en la Iglesia y para ello incorporó a los seglares en el apostolado y en la evangelización. Les dio el papel que les correspondía», apuntó Paredes. La primera época de Don Antonio como obispo correspondió a años socialmente convulsos, con conflictos laborales como el cierre de los Astilleros de Cádiz, en el que medió para calmar los ánimos y que le llevó a escribir una carta pastoral en la que advertía del dolor que la desindustralización y la pérdida del empleo causaba entre los trabajadores, sobre todo en los más jóvenes.

Dentro de la Iglesia también era tiempos complicados, con muchos curas que se secularizaron. Dorado Soto siempre tuvo comprensión para ellos y los animaba a que, más allá de que dejaran de ser sacerdotes, siguieran siendo creyentes. «Además de una aguda inteligencia, una curiosidad insaciable, una fe firme en la acción del Espíritu Santo y un gran sentido común, don Antonio tenía un estilo evangélico de ser obispo en la estela del Concilio:estar en medio de su pueblo como el que sirve», resume Paredes en el prefacio del libro.

En el año 1993 fue nombrado por Juan Pablo II obispo de Málaga, un cambio al que en principio le generó dudas, al pensar que ya no tenía quizá el empuje necesario para una diócesis que venía de estar pastoreada por una persona tan carismática como Ramón Buxarrais y, por breve espacio de tiempo, por Fernando Sebastián como administrador apostólico.

«Cuando fue propuesto para Málaga, al principio le costó decidirse. Llevaba 20 años en Cádiz. Pero cuando vino a Málaga se sintió muy a gusto. Los seglares de la diócesis estaban muy movilizados y el Seminario marchaba razonablemente bien con una media de seis o siete ingresos al año. En Málaga se sintió muy querido», relata Paredes, que acompañó a Dorado Soto en su etapa gaditana y malagueña ocupando distintos cargos de responsabilidad.

En Málaga, Don Antonio dio también un gran impulso a los medios de comunicación social e impulsó la construcción. Otra de sus prioridades fue la preocupación por la formación de curas y seglares. Por eso, enviaba a sacerdotes jóvenes a formarse en Teología en Roma para prepararlos como futuros profesores del Seminario, al tiempo que creaba en 1996 el Instituto Superior de Ciencias Religiosa San Pablo, donde los laicos malagueños han podido obtener estos estudios teológicos.

En 2008 pasó a ser obispo emérito y decidió quedarse a vivir en Málaga, ocupando una estancia en la Casa Diocesana de Espiritualidad, donde siguió estando siempre disponible para todos, oficiando misa a los grupos y personas que se lo pedían. Era un gran admirador del Papa Francisco, al que conoció siendo cardenal y con el que compartió ejercicios espirituales. En el año 2015 se nos fue Don Antonio, pero su legado sigue presente.