Tengo por costumbre intentar explicar los titulares que les pongo a estos artículos dominicales, porque creo que a veces puede uno confundirse en la forma de llamar a los temas sobre los que va a tratar y ello puede mover a confusión al lector potencial. El titular de hoy pertenece, o pertenecería en otros tiempos, al mundo de lo fantástico, en el sentido de irreal o increíble. Un oxímoron, casi como el pensamiento navarro, como dicen que dijo Baroja.

En efecto, en la década de los ochenta -por poner un ejemplo, antes ocurría igual- hablar de cultura en Málaga era algo parecido a la existencia de una tertulia taurina en Burkina Fasso. Algo inimaginable.

Pero existía un pequeño grupo de gente soñadora, imaginativa, inteligente y culta -sí, todo eso- que pensábamos que las cosas podían cambiarse. Y sobre todo, que había que cambiarlas, como fuera. Tampoco había que ser muy inteligente, la verdad, para llegar a esa conclusión, por la que se nos llamaba culturetas, majarones y toda una serie de apelativos cariñosos, referidos casi siempre, como suele ocurrir en la España cañí, a temas relacionados con la entrepierna. Ya fuera a la condición sexual de cada cual -estos suelen terminar en aumentativo- o a la genética transmitida por la santa madre que nos parió, o incluso a la imbecilidad o estupidez del órgano. Nada que ver con la música.

En efecto, la época de esplendor de nuestra ciudad finalizó con el cierre de las fábricas textiles, gracias a nuestros queridos amigos de Tarrasa, el cierre de los altos hornos, gracias a nuestros amados primos de Sestao, y la maldita filoxera, que decía mi abuelo, y que vino de Francia, con el consiguiente cierre de las bodegas, el fin de las exportaciones y como broche, una guerra incivil, que aquí fue realmente espantosa. Antes, durante y después. El desarrollismo de los sesenta trajo consigo la destrucción pormenorizada, por parte de autoridades y empresarios de la mayor parte del escaso patrimonio arquitectónico y artístico, que había quedado intacto, tras las jornadas revolucionarias en las que el pueblo malagueño practicó el noble arte de la piromanía. Y, créanme, escribo esto con amargura, intentando utilizar el humor negro para evitar utilizar calificativos expresamente definitorios.

¿Qué quedaba, pues? ¿Qué hacer, que diría Lenin? ¿Qué salida le quedaba a una ciudad sin monumentos, o con los escasos existentes abandonados, sin playas, sin hoteles, tras la independencia de un Torremolinos que se había convertido en uno de los lugares de diversión y sano desenfreno más envidiados de Europa y a la sombra esplendorosa de la mejor Marbella de la historia, inundada de elegantes buganvillas moradas sobre cal blanca?

Y lo peor de todo es que las clases rectoras no eran conscientes de que estaban cavando su propia fosa. Recuerdo una vez que, siendo adolescente, comenté en una reunión en el club Guadalmar, que en Inglaterra no se destruía ningún edificio, sino que se restauraban y rehabilitaban para hacer apartamentos de lujo y aún oigo las enternecedoras carcajadas de algunos miembros conspicuos de mi querido clan. Por supuesto, de aquel club, ni de lo que significaba, no queda ni rastro. Y mucho más recientemente, a finales de los noventa, un alto cargo de una empresa puntera de Málaga me comentaba que a mí podía interesarme mucho la cultura, pero que de eso no se comía y que Málaga no era Praga.

Y estaba claro y transparente como el agua de las playas de Fuerteventura, que la única salida que le quedaba a Málaga era el ocio y la cultura. Y aquí estamos. Con Málaga viviendo del ocio y la cultura. Con todos sus defectos, que son muchos. Con sus inconvenientes. Con enormes dificultades y problemas. Pero a punto de morir de éxito porque se ha convertido en la ciudad de moda de España, porque se ha reconvertido, porque se ha reinventado, porque ha recuperado su autoestima, su confianza en sí misma, porque ha abandonado la dejadez y la indolencia. Aunque sigamos con la cicatriz del río. Y con playas de tierra y agua sucia. Aunque los malagueños nos seamos cívicos, ni educados, hablemos a gritos y no mantengamos nuestras calles tan limpias como nuestras casas. Aunque no haya coordinación alguna en las programaciones de actos y eventos culturales y se hagan coincidir unos con otros, solapándose. Aunque sea urgente un plan de eliminación de cableado aéreo y de señalética y de marquesinas espantosas en el centro histórico, en el que se permite que en un edificio restaurado del XVIII se coloque un anuncio de pollo frito. Aunque muchas calles del centro se parezcan más a Casablanca, con las espantosas tiendas de suvenires, las terrazas repletas de fritanga, sombrillas publicitarias y sillas de plástico, que a Niza, o a Cannes, que deben ser nuestros modelos a seguir sin la menor duda. Que somos parte integral y fundacional de la mejor Europa y no tenemos por qué parecernos a mundos que no son los nuestros. Aunque no se haya dicho basta ya, a los grafiteros, que no tienen nada que ver ni con el arte, ni con la cultura, ni al vandalismo del, por otro lado, exagerado, incontable y abundantísimo mobiliario urbano. Aunque sigamos sin conseguir llenar nuestra ciudad de sus referentes literarios. Aunque al Auditorio le queden años para poner la primera piedra, gracias a la espantosa burocracia administrativa española, que es incapaz de evitar el pillaje, pero en su lentitud se convierte en una forma de vida.

Pero aquí estamos. Con una Málaga que no es la que algunos majarones pensamos y soñamos, pero que se ha convertido en un lugar realmente hermoso, lleno de vida, de pujanza y vitalidad. Llena de ilusión, de proyectos, de grandes museos, aunque algunos les llamen franquicias. La misma vida no es sino una franquicia. Pero cuando vi por primera vez un cuadro de Morandi colgado en una pared pública, supe que las cosas habían cambiado radicalmente.

Creo que a partir de ahora hay que intentar pasar de la cultura, entendida como una forma de vida a través del turismo y el bullicio callejero, a la Cultura, con mayúscula, como un camino a la civilización, a la inteligencia, a cultivar lo mejor de nosotros mismos, a cuidar de nuestra ciudad como cuidamos de nuestra casa, porque tenemos que enterarnos que la ciudad es la casa, pero también es nuestra empresa, nuestro negocio, la que nos da de comer. Y crear movimientos ciudadanos que ayuden a ello y participen en esa labor colectiva, Y entusiasmar a la juventud, que está solamente esperando a que se les ofrezca un proyecto ilusionante. No es tan difícil. Y nunca ha habido en Málaga tantas personas de un nivel cultural elevado, fundaciones dispuestas a llevar a cabo de verdad sus fines fundacionales y solo falta que las pocas grandes empresas radicadas aquí entiendan que todo lo que hagan por la ciudad, lo están haciendo por ellas mismas en definitiva.

Muchos amigos y compañeros se han quedado en el camino desgraciadamente. De la misma forma que no mencioné a los vivos al principio de estas líneas, no voy a mencionar a los que nos han dejado, porque están en la mente de todos y temo olvidarme de alguno, lo cual no sería justo. Peros su huella permanece. Lo mismo que, cuando pasen los años, todo malagueño bien nacido tendrá que recordar el nombre de una persona, que ha sido el impulsor de todo esto. No sé lo que habrá ocurrido este sábado en el Parque. Espero que se hayan impuesto la cordura, la sensatez y la inteligencia. ¿Quién iba a decirnos hace treinta años que la Cultura sería nuestra tabla de salvación? ¿Y quién iba a pensar que algún día sería ese oscuro objeto del deseo?