He releído un libro titulado El tren en la literatura española, en el que Gaspar Gómez de la Serna recoge escritos relacionados con el ferrocarril de destacados hombres de la cultura española, desde Gregorio Marañón a Dámaso Alonso, pasando por Antonio Machado, Pedro Antonio de Alarcón, Jacinto Benavente, José María Pemán, etc. Todos y cada uno de los reseñados y otros relatan hechos, sucesos, anécdotas, impresiones... de viajar en tren.

Pedro Antonio Alarcón, contando el viaje que iban a realizar con varios amigos desde Madrid a Salamanca, la fecha elegida fue un martes, y por aquello de que «en martes ni te cases ni te embarques», algunos se echaron atrás. Si uno viaja en martes, escribía Alarcón, va más holgado en tren, y si encima es trece, mejor que mejor,

La lectura del distraído libro editado en 1970 me ha traído a la memoria algunos recuerdos relacionados con el ferrocarril; uno de ellos ya se publicó en estas mismas páginas de La Opinión sobre la idea que tuvo un ingeniero de Renfe de facturarse como un bulto más para desentrañar los misterios de la tardanzas de los envíos por ferrocarril.

Dejo a un lado el famoso retraso del tren que llevó al jefe del Estado español, entonces, Francisco Franco, desde Madrid a Hendaya para celebrar una entrevista con el führer alemán, Adolf Hitler el 23 de octubre de 1940. El tren español llegó con retraso -entonces era habitual-, y el poderoso político alemán cogió un cabreo de mil demonios por la impuntualidad, malestar que aumentó después del fracaso de la entrevista. Hitler dijo que prefería un dolor de muelas a entrevistarse otra vez con Franco.

Sobre el retraso, según se contó muchos años después, parece que fue una decisión de Franco llegar tarde adrede para descolocar al regidor germano.

Una maleta perdida

Un señor de Málaga, don Rodrigo Garret Souto, que creo que llegó a ser alcalde de nuestra ciudad, fue cónsul de Grecia en Málaga e incluso lo fue del Imperio Austrohúngaro. Se casó en 1914. El viaje de bodas, dado el nivel de vida de la pareja, fue a Centroeuropa. La pareja visitó varios capitales de los países elegidos -Francia, Alemania, Suiza...- con la mala fortuna de que les sorprendió el comienzo de la Primera Guerra Mundial en la que estaban implicados países como Francia y Alemania.

Ante el drama suspendieron la luna de miel y regresaron a Málaga por los medios que encontraron a mano, como autobuses, trenes, taxis... Después de una auténtica odisea, con el miedo metido en el cuerpo, arribaron a Málaga pero con una maleta menos. En los cambios de trenes, estaciones, esperas, registros€ una de las maletas se extravió. Entonces las maletas no se perdían como ahora en los aeropuertos

Justamente un año después de la pérdida de la maleta llegó a sus manos, rotas las cerraduras, atada con cuerdas y alambres, etiquetas de registro... y milagrosamente con todo el contenido, eso sí, vuelto y revuelto por haber sido objeto de numerosas revisiones.

Un billete de tercera

Esta segunda historia me la contó el testigo presencial del hecho. Han pasado unos sesenta años.

Viajando en tren -salió de Madrid con destino a otra ciudad-, en una parada intermedia, accedió al compartimento de primera clase en la que viajaba, una señora muy agitada porque subió cuando casi arrancaba el convoy.

A los pocos minutos apareció el revisor que le pidió el billete. La señora se lo entregó, y el revisor, al descubrir que el billete adquirido correspondía a un vagón de tercera y se encontraba en primera clase, estalló en insultos y exigió de inmediato el pago de la diferencia de precio. La señora, azorada, se defendió manifestando que no pretendía engañar a la compañía y que subió al primer vagón que pudo porque el tren se estaba poniendo en marcha. En lugar de aceptar la disculpa, el revisor volvió a la carga: o pagaba la diferencia o tendría que abandonar el tren en la próxima estación. Respondió que carecía de dinero pero que cambiaría el vagón de primera por el de tercera.

No se avino a razones: o pagaba la diferencia ahora mismo o se apeaba en la próxima estación. El malhumor y severidad del revisor superó los límites de la educación y decoro.

En medio de la trifulca, un señor que viajaba en el mismo compartimento se levantó y sin inmutarse tiró de la argolla de la señal de alarma. El tren se detuvo en medio de un chirrido que dañó los oídos de los viajeros. El revisor, al descubrir al autor del hecho de detener el tren, se encaró con él y repitió y aumentó la retahíla de insultos y advertencias.

Cuando hizo una pausa para respirar porque estaba acalorado y fuera de sí ante la segunda incidencia, el autor que accionó la alarma, sin perder la compostura, recordó al iracundo revisor que en el reglamento de Renfe, artículo tal, apartado cual, rezaba una norma que prohibía la salida de un tren si se observaba alguna anomalía en su composición. Según ese artículo, matizó, «el tren salió de Madrid con un cristal del pasillo roto», lo que supone no solo una incomodidad para los viajeros sino un peligro para los que transiten por el pasillo para fumar, ir al WC o al coche restaurante.

La persona que me relató la historia no me contó el final o yo lo he olvidado.

El coche-restaurante

Ahora, con el AVE, los desplazamientos son rápidos y ya no son necesarias las unidades de los coches-cama y los restaurantes, vagones que lucían en grandes caracteres el nombre de la compañía que explotaba estos servicios, Wagon-Lits o Compañía Internacional de coches cama de los Grandes Expresos Europeos, pero en portugués.

Yo comí una vez en el lujoso coche-restaurante; mi padre me invitó al incomparable viaje a Madrid en el expreso que tenía su salida a las ocho de la tarde. El lujo del coche restaurante fue un espectáculo que no he olvidado; lo que más me llamó la atención fue la forma de servir cada plato. El camarero, ataviado con un lujoso uniforme, portaba cada plato con un cloche o cubreplatos metálico para que la vianda no se contaminara con el enrarecido ambiente del tabaco y puros y el contenido mantuviera la temperatura ideal. Una simple tortilla de jamón se presentaba como la máxima exquisitez.

El cloche, campana o cubreplatos, según me informa un profesional de la hostelería, está casi desterrado. Antes eran de latón, ahora de acero inoxidable y se supone que en las casas reales serán de plata... y en las monarquías árabes, de oro.