Esta sección lleva unos días asomada a miradores que han recuperado su esplendor. Primero, el poco conocido de Campanillas, muy cerca de la calle Jacob, que aprovecha una acequia cubierta para bordear una loma con vistas al Valle del Guadalhorce. El segundo, el que escolta las murallas de la Alcazaba asomado a la peatonalizada calle Alcazabilla.

Por desgracia, no podemos decir lo mismo del tercero, que sigue en estado comatoso casi desde que hace veinte años comenzó esta sección.

De hecho, en estas dos décadas, no recuerda el firmante que haya habido una vez en que lo visitara y se lo encontrara limpio (será casualidad, oiga).

Asomen a este mirador al escritor E.M. Foster, poseedor de un prominente talento (y una prominente nariz), y seguro que tendría serios problemas para finalizar su novela Una habitación con vistas, por el bloqueo mental que le supondría el sitio de estas vistas de Málaga.

Hablamos, claro, del mirador de Gibralfaro, que sigue sucio, empantanado en el olvido municipal pese a que apenas ocupa unos pocos metros cuadrados de superficie y al hecho innegable de que lo visitan miles de turistas al año. Pues ni por esas.

Nuestros concejales y cargos de confianza se enganchan con entusiasmo a cualquier Feria de Turismo, pueden coger trenes, aviones para cualquier 'acción promocional' donde Franco perdió el mechero, pero les cuesta Dios y ayuda inspeccionar por ellos mismos el mirador y mandar que lo limpien y adecenten, y eso que una visita de dos minutos bastaría para que sacaran estas conclusiones.

Habrá que concluir que en su propio emplazamiento ha encontrado la desgracia: está demasiado lejos y en un sitio demasiado empinado para que nuestros políticos lo visiten con frecuencia. Además, incluso subiendo en coche oficial al Castillo de Gibralfaro luego hay que bajar a pie unos metros por ese impracticable suelo pizarroso y no es plan de dar con las paletas en el suelo.

Como resultado, el mirador de Gibralfaro siempre está manga por hombro, con pintadas que inmortalizan una visita fugaz de hace ocho años (¿el tiempo que llevan sin limpiarse?) y que ensucian las piedras.

Además, no faltan pegatinas ni óxido en la barandilla, tampoco los inevitables candados que sellan amores adolescentes de verano, como tantos puentes de Europa, la moda impuesta por una novela del escritor italiano Federico Moccia. Y falta de su domicilio desde hace lustros el binocular turístico, del que sólo queda el pie.

Después del trabajo que cuesta subir a pie el mirador, el que los turistas se topen con este rincón sucio y dejado no es muy memorable.

Con que nuestro alcalde diera allí una rueda de prensa cada seis meses se acababan los problemas. Ánimo.