Mientras la colección permanente del Museo Picasso pasa por un momento de soportable levedad del ser, las exposiciones temporales que su director, Pepe Lebrero, viene organizando en los últimos tiempos han adquirido una solidez intelectual y un brillo científico realmente dignos de elogio y reconocimiento, en una labor tenaz, callada, acertada en sus planteamientos y bellísima en su formalización. A las muestras dedicadas a Pollock y Warhol, las grandiosas salas de la ampliación del museo, conformadas por esos espacios cúbicos blancos, que en calle Alcazabilla dialogan con las esbeltas washingtonias y las viejas piedras del Teatro Romano y las torres de la Alcazaba, se suma en estos momentos la dedicada a Bruce Nauman, un artista inclasificable dentro del poliédrico mundo artístico norteamericano, pero de una sinceridad ética asombrosa.

Nauman es un artista multidisciplinar que utiliza cualquier material a su alcance, incluido su propio cuerpo, para enfrentarnos a situaciones cotidianas, que pueden llegar a ser terroríficas, sin que podamos hacer nada para evitarlo. Aunque no es el recorrido habitual y establecido en la muestra, les aconsejo que empiecen la visita por los sótanos del edificio, por los cimientos fenicios, por esas salas que poca gente conoce, porque normalmente se piensa que son una acumulación de piedras y murallas sin interés, olvidando la simple belleza matérica de un ánfora de barro, dedicada al transporte de aceite, o vino, o garum a Roma, que está incrustada en una de las murallas. Como llegó allí es un misterio, pero el efecto es emocionante y desconcertante. Bien, pues en esos espacios, tenue, pero sabiamente iluminados, los comisarios han instalado el vídeo Tortura de payaso. Siempre aborrecí el circo de pequeño. E incluso ahora de muy mayor. Es un mundo que ahora me produce tristeza y entonces me causaba pánico. Pensaba que el trapecista se caería y su cerebro se rompería cerca de mí. Tampoco soportaba a los payasos ruidosos, con aquellas risas y bofetadas, prefería mil veces el rugido de los leones.

Las pinturas y el disfraz del payaso de Nauman, que no sé si es torturado, o torturador, no son más que una coraza, una armadura que le defiende y le camufla. Le oculta. Como la coraza del guerrero fenicio, que yace en el Museo de Bellas Artes, con su tremolante casco en azules. Gluckman se equivocó con aquello de los tres mil años en vertical en este lugar. La pared que hoy refleja el vídeo de Nauman pudo ser la misma en la que el guerrero fenicio se apoyó alguna vez, pero nunca pudo imaginar hace tres mil años que ocurriría algo así. Somos seres lineales, carentes de verdadera imaginación, salvo algunos genios como Nauman. Y uno, yo mismo, mientras contemplo ese vídeo en el ámbito cerrado y opresivo de los bajos del museo, no puede imaginar que ocurrirá en ese lugar dentro de otros tres mil años. Mientras, los gritos, los aullidos-recuerden a The Velvet Underground & Nico y a Howl y Ginberg -y palabras que en sí mismas no quieren decir más que lo que dicen, palabras carentes de negatividad en sí mismas, se convierten en elementos terroríficos y obsesivos, al ser repetidas incesantemente, como un mantra, en un bucle interminable: für kínder, für kínder, für kínder...

Put the hat on your head€ en un ballet, en una continua gestualidad inspirada en Merce Cuningham, para quien el cuerpo humano es expresión suficiente y la inmovilidad es experiencia estética bastante, como en el silencio de la composición de su eterno amante John Cage, que realmente es la música callada de San Juan de la Cruz, tal como el cuadro negro de Malevich es la condensación absoluta de la materia pictórica en lo que realmente es, un agujero negro.

Descubrí a Nauman sin saberlo, como a otras figuras norteamericanas, en La Caja Negra, en Madrid. Y lo hice al ver un maravilloso grabado en el que un joven estira su boca lateralmente con el dedo índice de su mano derecha. Solo están la boca y la mano. Forma parte de una serie que se exhibe en esta exposición. Siempre quise comprarlo y traérmelo a casa, sin saber que se trataba de la boca y la mano del propio Nauman, cuando era poco más que un chico, que experimentaba consigo mismo, que utilizaba su piel y su cuerpo como materia con la que crear arte, de la misma forma que Miguel Angel hizo traer a Florencia el gigantesco bloque de mármol, que había encontrado en las cercanas canteras de Carrara, porque sabía que allí dentro estaba encerrado el David y tenía que liberarlo. De la misma forma, Bruce Nauman reconvierte su cuerpo en una obra de arte, una verdad parcial y lo hace en un bloque de mármol negro, con caracteres tipográficos de la lapidaria clásica latina. Siempre tratamos de volver al refugio del seno materno y hasta un joven de Indiana sabe que su útero es el Mediterráneo.

He tardado mucho tiempo en aprender a apreciar el valor del neón en el arte, el sentido de la luz en un anuncio de café de una autopista, que solo dice verdad, mentira, vida, muerte€ y en asimilar el valor de un letrero luminoso que lo mismo guiña war, que raw, siendo términos absolutamente complementarios, guerra y crudo, que pestañean constante y eternamente. Y una habitación triangular amarilla, en la que entro, después de pedir permiso, cierro la puerta detrás de mí y siento la claustrofobia y el miedo de una habitación cerrada, agobiada, de un bello color insoportable, una forma extraña, un triángulo convertido en habitáculo, un sinsentido y me pregunto qué hago allí y me marcho, respirando a fondo. Pero entro en otra sala en la que vuelan extraños seres que no son pájaros, ni perros, ni penes, ni culos, ni piernas, pero son todo eso a la vez, como los cadáveres de la Medusa de Gericault, sobrevolando en círculo. Otro círculo más, como los del patio de la entrada al palacio, que se superponen, pero no pueden llegar a encontrarse y al que los turistas -quizás haya algún viajero- aburridos, inermes, inanes, agotados de cansancio y abatimiento miran por obligación, sin que sus posibles neuronas respondan a ningún estímulo, ni emoción. Y cabezas con ojos cerrados y orificios nasales taponados, cadavéricos, enigmáticos, como las extrañamente sonrientes figuras de Juan Muñoz.

Y está omnipresente Wittgenstein: «Acerca de lo que no se puede hablar, es preciso guardar silencio» y el objeto de la fe es lo inevidente, lo inefable, lo místico, como escribe su seguidor Juan Pablo II, el filósofo menospreciado por la intelligentsia de izquierdas, en Fides et ratio, «ciencia y fe han de acercarse, colaborar, comunicarse, de forma que lleguen a ser una, pero no a convertirse la una en la otra». Así también Nauman tiene dos mentores, Wittgenstein y Becket, un creyente y un ateo y la simbiosis se produce, sin dejar por ello de ser diferentes. El irlandés que se dedicó a desprestigiar la palabra como medio de expresión artística y creó una poética de imágenes, cargada de sentido del humor entre negro y sórdido. Y Godot nunca llega.

Ante la obra de Nauman, que Lebrero se ha atrevido a instalar en el Picasso, en otra genial pirueta intelectual, me viene a la cabeza una idea posiblemente equivocada, pero no por ello menos plausible, ¿y si Picasso se equivocó? Si hubiera ido a América, su obra hubiera sido absolutamente brutal, demoledora, destructiva. Pero se quedó en la dulce Francia, oliendo lavanda de la Provenza, limones en La Californie y resina y piñones en Juan-les-Pins. Por eso su obra es absolutamente clásica si la comparamos con este espectáculo y puede cohabitar y coexistir y dialogar y convivir con una crátera griega, una cabeza de Alejandro y un crucificado de Zurbarán. O es posible que solo quisiera hacer eso que solo él podía hacer: cerrar definitivamente las puertas del clasicismo y gritar un ¡basta ya!, que resonara en el mundo. Es decir, no se equivocó. Llego saltando alegremente por las montañas y abrió las puertas del Hades, las mismas que pinto el Bosco en El triunfo de la Muerte.

Vuelvo a iniciar el recorrido y pido a una vigilante de sala que se aparte y hago un video con mi móvil, delante de un estrechísimo corredor, un camino angosto, que no conduce a ninguna parte. Cables, neones, altavoces, palabras, humildes palabras repetidas una y otra vez, a gritos, con un sonido monótono, furioso, metálico...

Salgo al jardín interior, al hortus conclusus, al beatus ille. Solo se oye el canto de los pájaros y el sonido apagado del borboteo del agua en la acequia rectangular. Y vuelvo a sentirme en casa, en mi mundo y en mi vida. Pero no ha sido un sueño. Dentro América sigue aullando en un eterno helter skelter.