La vida en las grandes urbes es cada día, no voy a decir incómoda, pero sí menos cómoda por la aglomeración de personas, prisas, ruidos, embotellamientos, polvo, grúas, martillos neumáticos, autobuses del servicio público repletos de viajeros algunos hablando por el móvil a gritos, humos, empujones, gente que choca porque va leyendo mensajes en los móviles, otros que van por la calle hablando a solas o con un pinganillo adherido a la oreja, músicos callejeros (estos no molestan, al contrario hacen la vida más agradable), bocinazos de los inquietos conductores que tienen prisa, motos ruidosas, bicicletas que adelantan por doquier emulando a Indurain, pitidos estridentes de manifestantes para llamar la atención de los viandantes para que se enteren que los patrones abusan de su poder en materia de sueldos y derechos sociales, la carga y descarga de bombonas de butano... hasta lo más novedoso: las bicicletas eléctricas y los patinetas (ahora patinetes) también eléctricas.

Hace años, en el curso de una entrevista para Radio Nacional al profesor Alfonso García Barbancho, funcionario del Instituto Nacional de Estadística y catedrático de la Facultad de Económicas de Málaga, le formulé una pregunta que entonces (hace treinta o cuarenta años) no se correspondía con el momento presente pero que podía producirse años más tarde.

La pregunta fue más o menos así: Señor García Barbancho, llevamos muchos años asistiendo al fenómeno de la emigración del campo a la ciudad, pero ¿es posible que se produzca un movimiento al contrario, o sea, emigración de la ciudad al campo?

El catedrático, que era muy correcto y que contestaba a las preguntas tras unos segundos de reflexión, me respondió: «Hasta ahora no he conocido ese fenómeno».

Hice esa pregunta porque en la época en que le entrevisté, el éxodo del campo a la ciudad estaba en pleno apogeo. En la provincia de Málaga, la emigración campo-ciudad era evidente. El mundo de la construcción y el turismo demandaban mano de obra aunque no estuviera especializada.

Trabajar como peón albañil, los hombres, y en la limpieza las mujeres, atraía a una masa condenada a trabajos muy duros en el campo con remuneraciones cortas, paros endémicos y vivir alejados sin disfrutar de ningunos adelantos modernos. El trabajo en los cultivos como en la ganadería era casi un castigo.

En Málaga capital se establecieron grupos de trabajadores del campo en lugares nada cómodos y con escasos servicios. Tiempo después, esos grupos crearon auténticos barrios surgidos de la necesidad de buscar un alojamiento digno. Muchos de estos núcleos construyeron viviendas sin licencia, sin planes de urbanismo, sin servicios de agua, electricidad, transporte... Hoy, todo eso se normalizó y el Ayuntamiento tuvo que admitir la ilegalidad de muchas viviendas.

En el extenso y documentado trabajo de Enrique del Pino titulado 'La esclavitud en Málaga', publicado en el número 14 de la revista Jábega (1976), al comentar el tema de la esclavitud en los siglos V y VII, decía: «Las ciudades desaparecen o quedan reducidas a aldeas, con lo que los grandes resortes que habían hecho de ellas núcleos florecientes en los mejores tiempos imperiales, comercio, industria, comunicaciones, escuelas, diversiones, etc. quedan atrofiadas o guardados en el recuerdo de todos los que emigran al campo, donde hallarán tierras que cultivar a cambio de protección y socorro, exigencias vitales desde entonces en que la esclerosis económica y social lo invade todo, y donde las relaciones de derecho público han perdido su importancia en beneficio de las del privado».

Ya en los siglos V al VII se produjo una emigración ciudad-campo por razones de subsistencia.

¿Y ahora?

Quizás ahora se produzca una segunda emigración de la ciudad al campo porque la vida en los pueblos es más grata que en las grandes urbes, y el campo y la ganadería, sin dejar de ser muy duros con exigencias que no se pueden eludir, permite, sin embargo, disfrutar y desarrollar actividades productivas sin las incomodidades de las grandes ciudades.

La mecanización del campo es una conquista que facilita muchas labores que antes exigían esfuerzos inhumanos; los tractores, incluso dotados con aire acondicionado y radio, han sustituido el trabajo físico y agotador. Hay segadoras, cosechadoras, empacadoras, ordeñadoras..., medios que reducen el esfuerzo físico.

La vida en los pueblos no es tan dura como antes. Hay centros médicos, farmacias, centros de enseñanza, repetidores de televisión, telefonía móvil y algo tan ansiado como la posibilidad de disponer de vehículo propio para desplazarse a la capital más cercana y disfrutar de lo que en los pequeños núcleos no es posible. Los hombres del campo ya no están solos.

En la provincia de Málaga, pese a los pequeños pueblos de la Serranía de Ronda y Axarquía, se advierte una vida alegre y animada que no tiene nada que ver con lo que sucedía hace treinta, cuarenta y más años.

El sistema de las cooperativas alivia el trabajo y la venta de los productos agrícolas y ganaderos. Los jóvenes de uno y otro sexo ya no tienen que emigrar a la ciudad, y jóvenes de la ciudad, aunque en pequeña escala, miran más hacia el campo que a la ciudad.

Ahora en cada uno de los pequeños pueblos de nuestra provincia, a lo apuntado en líneas anteriores, hay centros culturales, museos etnográficos, casas de cultura, instalaciones deportivas, piscinas, celebraciones para lanzar sus productos al mercado... Es difícil encontrar un pueblo de nuestra provincia que no tenga al menos un celebración anual que atraiga a los capitalinos, ya sean para fiestas patronales como para ofrecer un producto típico de la zona.

El adelantado fue Almáchar con el Día del Ajoblanco al que siguieron otros que sobrepasan la veintena de ediciones y que congregan centeneras e incluso miles de personas. La lista es tan extensa como municipios tiene la provincia, que creo que son ciento tres. Las más antiguas son el Día del Tostón en Ojén, el del Espárrago en Sierra de Yeguas, el Melocotón de Periana, de la Morcilla en Canillas de Aceituno, el de la Sopa Mondeña en Monda, el Almendro en Guaro, Feria del Mosto en Arriate, de la Castaña en Alcaucín, la Hinojá en Algatocín, de los Quesos en Teba... y así hasta un centenar.

En algunos pueblos españoles se premian a los que opten censarse en el municipio y se establezcan para siempre. No son muchos los casos, pero es un fenómeno en auge.

Quién sabe si volveremos a los siglos V al VII cuando ocurrió lo que Del Pino nos contó en un artículo publicado en 1976, cuando los hombres de las ciudades emigraron al campo.