Esta semana que termina en medio de sofocantes calores, investiduras fallidas, espectáculos nada edificantes en el Congreso, ascenso al poder en el Reino Unido de un ejemplar de político imprevisible e impresentable, muy de moda en estos tiempos, no solo en la derecha extranjera, sino en la izquierda española con diferencias únicamente capilares, estos días insoportables digo, de crisis en el estrecho de Ormuz, propiciada por clérigos chiitas millonarios, dictatoriales y ejecutores de homosexuales, mujeres adúlteras según ellos y en general de todo el que sea mínimamente libre de mente y de cuerpo, contra una especie de armada de Occidente, que puede terminar como el rosario de la aurora. Estos días en los que arde Portugal, como cada verano, o eso nos dice la voz de su amo en la 1 de TVE y a nivel local se empieza a hablar de la gran feria del sur de Europa (de la que huyo como de la peste), se debate acerca del futuro de las extensas ruinas encontradas en el trazado del metro, -como en el Oeste los granjeros y ganaderos se enfrentaban al trazado del ferrocarril-, lanzándose ideas peregrinas como trasladar lo más importante de ellas a otro lugar; como si eso no implicara en sí mismo la destrucción del entorno, que forma parte integrante del valor de lo hallado. En estas horas en que solo se piensa en huir de todo adonde sea, huir por huir, haciendo de la propia huida la meta de nuestros sueños, he tenido la idea descabellada de irme a Madrid. Una huida como otra cualquiera. Veinticuatro horas de calor asfixiante, turismo avasallador y trashumante, axilas sudorosas, indumentarias inenarrables -mi amigo Piero, que es un sabio italiano como casi todos los italianos, dice que ahora la gente no compra ropa, compra trapos-, que por amor al Arte, se convirtieron en tres horas en el Museo del Prado y una en el vecino Thyssen. Cuatro horas de aislamiento lejos del mundanal ruido, un viaje en el tiempo a la deslumbrante belleza del Renacimiento en Italia con Fray Angélico, al mundo europeo, poderoso, potente, sólido, de esas tres columnas de la pintura que son Velázquez, Rembrandt y Vermeer y finalmente, a la arquitectura de Balenciaga, y digo bien, la arquitectura de un señor de Guetaria, que fue el maestro de todos como decía Dior: «Balenciaga hacía arquitectura con las telas. Los demás hacemos lo que podemos». Y uno se queda aquí con el recuerdo de Ángela Hernández, la mejor que ha habido en Málaga.

Tengo para mí que el público que va a las exposiciones temporales monográficas es radicalmente distinto del que visita un museo. El primero, de alguna manera es un conocedor que va allí porque quiere, porque lo desea ávidamente, porque disfruta esas horas con verdadera pasión y sale en cierta forma transformado. El turista trashumante va allí porque está obligado a decir a la vuelta a casa que estuvo en el Prado, para no quedar como un asno. La diferencia es fundamental y esencial. Porque por mucha gente que haya en una temporal y eso hoy en día está muy bien regulado, al menos en mi amado Prado, nadie te molesta, ni te empuja, ni vaga por las salas como un fantasma, incluso se oyen comentarios inteligentes y hay gente joven que te reconcilia con ellos, a cuenta de tantos otros descerebrados. La atmósfera es culta, sosegada, dispersa, cada cual va a lo suyo, movido únicamente por el interés por la belleza, suele imperar el silencio, o un murmullo apagado de voces que comentan algo en un susurro para no molestar.

Y en esos momentos de elevación, siempre me acuerdo de un hombre que influyó en mi vida de tal manera, que cambió mi forma de ser, o aprendí con él a descubrir lo que había de sensibilidad en mi ser más profundo, que inculcó en mí, como en muchos otros de los que tuvimos la suerte de ser alumnos suyos, el amor al arte y a la historia, nos enseñó, como él solía decir, «a ser persona». Creo que alguna vez lo he contado. Ese hombre era un jesuita intelectualmente sólido como una roca, un jesuita de los de antes, que no decía tonterías nunca, porque si no tenía nada interesante que decir, se quedaba callado, con los ojos cerrados. El padre Pedro Herrera Puga, «el panocha», «el puga», «el colorao», que todo eso le decíamos, por su pelo intensamente rojo. Cosa que también era ideológicamente, según decían muchos padres de alumnos. Yo personalmente le debo tanto, que aún me parece oír su elegante y bien entonada voz, cantando el Agnus Dei en la misa diaria, momento en que sentía que Dios tenía que existir a la fuerza, quisiera o no quisiera, porque el padre Herrera no podía cantar así en vano. Y era tan moderno, tan actual, tan contemporáneo, que hacía «dialogar» a las obras de arte con películas de entonces, como hoy en día hace cualquier estudioso o comisario que se precie. Recuerdo un día que en clase preguntó a quién se parecía la bellísima Julie Christie en Doctor Zhivago, cuando el personaje que encarnaba Rod Steiger, cuyo nombre no recuerdo, le ponía un velo de encaje blanco enmarcando su cara como el rostrillo de una Virgen. Ante el silencio general, levanté la mano y dije: «A La primavera de Botticelli». Y eso era lo que él quería oír. Y como siempre recalcaba, añadió «las columnas del templo no se tambalean». Y también fue quien nos enseñó a entender y respetar y hasta a amar a Picasso, al que veneraba, contra el parecer de algún que otro carcamal que por allí merodeaba, muy culto también, ojo. Los jesuitas de entonces eran la vanguardia de la Iglesia en todos los sentidos. Alguien que no recuerdo me contó que se había encontrado hace unos años con el padre Herrera en Granada y que le dijo que se sentía olvidado y fracasado. Cuanta memoria noble y clara olvidada€

Creo que es cierta esa opinión de que uno se pone a escribir con una intención, un esquema y un discurso preconcebido, pero después las cosas salen de otra forma, las ideas se disparan, se dispersan, aparecen los viejos sueños, los fantasmas del pasado y el resultado final no tiene nada que ver con lo que se quería escribir. Yo quería haber escrito sobre el azul de Fray Angélico, sobre el rayo de oro que conduce al Espíritu Santo desde el cielo al seno de la Virgen, sobre la aparición de la perspectiva y el sentido narrativo, sobre la desaparición de los fondos de oro como en los iconos bizantinos, remedando el rechazo del oro por San Antonio en sus tentaciones, sobre la sustitución de la majestad de la Virgen de la Granada de los Alba por la ternura y belleza maternal de la terracota de Donatello, incomparable en la torsión de su muñeca imposible en barro, sobre la posible música de fondo que debería acompañar a esta exposición irresistible para el síndrome de Stendhal, sobre la imposible comparación de la Villa Medicis de Velázquez con la callejuela de Delft de Vermeer, a pesar del aire, sobre el retrato de Titus Rembrandt vestido de franciscano, pintado por su egregio y algo antipático padre, sobre las narices rojas flamencas producto de la cerveza, sobre las diferencias de «lechuguilla» entre los solemnes, inmóviles y egregios Austrias y las de los médicos flamencos, que pugnan entre ellos casi a codazos por ser retratados, como hace cualquier burgués en una foto, sobre la teoría, también imposible de sostener en mi opinión, sobre una posible pintura europea común, mantenida por el comisario de la exposición, Alejandro Vergara, no sé si dejándose llevar por la ola de la necesidad de inventar Europa, sobre las telas ricas florentinas y las sedas rígidas de Balenciaga, sobre los blancos de los hábitos de los monjes de Zurbarán y los blancos excelsos del maestro guipuzcoano, sobre los rojos del modisto comparados con la chaquetilla torera de Ramón Casas, o los de Zuloaga de quien tan amigo fue, de las santas de Zurbarán y los volúmenes de los trajes que hizo para la Llanzol y las Diez de Rivera, especialmente sobre Carmen, la musa de la Transición que bautizó Umbral, que no pudo casarse con el amor de su vida cuando descubrió que eran hermanos y se fue a las misiones a África. Quería haber escrito sobre todo eso, pero no ha sido posible. Porque algo de lo que mencioné al principio de este larguísimo párrafo me ocurre hoy a mí, pero no lo lamento. El terral suavizado de medianoche trae a mi habitación el olor del mar y de las damas de noche del jardín. Y ello me hace recordar un tiempo feliz de infancia y adolescencia, cuando en Vistafranca se ponían magnolias en los jarrones y en la casa del Paseo de Sancha mi padre cogía jazmines en el jardín, para ponerlos en una bandeja, con la excusa de que eran para ahuyentar a los mosquitos, mientras el alma se le desbordaba por los pliegues de su camisa de seda. Hubo un tiempo en que la vida tuvo sentido. A estas alturas solo me queda el recurso del arte.