En los títulos de crédito de muchas películas norteamericas, al comienzo o al final de la presentación de la productora, los protagonistas, técnicos.. aparece una nota que advierte que «la historia está basada en hechos reales».

En la colaboración de hoy bajo el título Memorias de Málaga recurro a la misma advertencia con un pequeño cambio: en lugar de basaba, prefiero inspirada. Queda así: Las historias de hoy están inspiradas en hechos reales.

Y empiezo...

Iba jopeando por el Paseo del Colesterol fijando la vista en un móvil, en las dos orejas sendos pinganillos para sentir a una conocida cantante en inglés y compartiendo un 'uasar' que le había mandado un colega del botellón de los viernes en el túnel de Mundo Nuevo, cuando 'trompezó' con un gachó que hacía el caballito con un patinete eléctrico y, que en lugar de mirar al frente, contemplaba la playa de La Malagueta donde unas vistosas jembras jugaban al voleyplaya.

Cayó al suelo hecho un guiñapo, se hizo una chifarrá en la chilostra y empezó a echar más sangre que un guarro en el día de San Martín en Cuevas del Becerro.

Una gachí que hacia jogging, al ver el estropicio, llamó por el móvil al 112 dando cuenta del caso. En menos que canta un gallo acudió la ambulancia y dos enfermeros, con todo cuidado, lo colocaron en una camilla y se lo llevaron a todo trapo con sirenas pidiendo paso a Carlos Haya donde un MIR mu apañao le curó y le hizo tres pespuntes en la chorla.

Al preguntarle cómo se había accidentado, la víctima se lo contó, y el MIR, guardando un respetuoso silencio, pensó que estaba ante un majarón de tomo y lomo. Lo despachó con buenas palabras y le quedó la duda de recomendarle que tirara el móvil al Aguarmeina y que andara mirando al frente y que el uasar lo leyera en su casa. El jerío nada más salir del Carlos Haya mandó un uasar a los amigos lamentando no haber podido recoger el siniestro en el móvil y colgarlo en internet para que todos los colegas lo vieran.

Chamuscaíllo por el guarrazo se acordó del bureo de la semana pasada en el que conoció al Guarrito, un vivales que cada vez que lo llamaban para envasar pasas en su pueblo se las arreglaba para darse de baja en la Seguridad Social pretextando alguna enfermedad. Le decían el Guarrito, no porque le diera repelú el agua sino porque su especialidad era colocar tiras de papel de seda que sirven para separar los lechos en las cajas de pasas y que el pueblo conoce por guarrito.

Al recurrir al médico de cabecera para que le diera el alta, asesorado por un experto en vivir del cuento, simulando un gesto de dolor, se llevó la mano derecha a la izquierda y le dijo que como consecuencia del trompazo tenía mucho dolor en el lado y que no podía dormir y, menos, currá.

Cuando el médico le palpó en el lugar dolorido, lanzó un ¡aaaayyyyy! que se sintió en la sala donde había ochenta y tres pacientes y ciento dos acompañantes en espera de ser atendidos, todos ellos entretenidos en el manejo de los móviles.

Le recetó para paliar el dolor una crema que debía extender suavemente por la zona señalada y que cada doce horas se tomara una píldora que debía tragar con un poco de agua sin masticar.

El consejo del coleguilla surtió efecto. Salió del Centro de Salud más contento que unas pascuas, Una semanilla más sin dar golpe y cobrando bien merecía beberse una birra, pensó, y se zampó el contenido del botellín directamente sin necesidad de vaso.

Una semana después

Siete días después acudió al Centro de Salud, y al ser recibido por una médica que sustituía al titular, barruntó una nueva estrategia para una nueva baja. Se cameló a la doctora simulando una nueva dolencia relacionada con el accidente ya olvidado. El dolor centrado en el lado izquierdo había casi desaparecido; sin embargo, desde que fue atropellado en el Paseo del Colesterol, la pierna le dolía un montón. A lo mejor, le dijo a la médica, me he roto el fémur.

La doctora, que todavía no era doctora, sino licenciada en medicina y cirugía, no se dejó camelar. Interpretó que el demandante era uno de los ocho mil doscientos treinta y un casos que engañan a diario o lo intentan al menos, para no dar golpe. No le dio la baja.

La consulta terminó con una amenaza: Voy a ir a la inspección médica para quejarme, le espetó. Naturalmente no fue, por temor a no convencer al inspector que imaginó como un señor de más de cincuenta años, con gafas bifocales y que sabía más que los ratones coloraos. Iría a ver al Rafaé, apodado El Experto porque llevaba treinta años sin dar golpe y que todos los años iba al Rocío de gañote.

El Experto

El Experto tenía un largo historial seudosanitario porque acumulaba más bajas que el Real Madrid desde que se fundó. Se había operado de cataratas de los dos ojos en fechas diferentes, de apendicitis, extracciones de muelas y dientes, de un panadizo... y cuando se operó de juanetes tuvo la 'suerte' de que lo operaran mal y se tiró dos años cojo, dos años de baja.

En una de sus invenciones para conseguir la baja en el trabajo calculó mal el proyecto de darse un martillazo en la mano derecha porque era zurdo. El martillazo le reventó la mano, error que le valió la jubilación anticipada con una paga de mierda. Se lamenaba todos los días de la chalaura del martillazo y se entretenía jugando al chiquilindongui con otros jubilados en la 'peña', que es como llamaban pomposamente al rincón de la taberna donde pasaba horas dándole al cubilete. De vez en cuando se le iba la olla y le comían las fichas.

Cuando le contó lo de la médica, El Experto, como consejero o asesor, le ilustró sobre cómo vivir sin trabajar sin levantar sospechas. Las bajas por enfermedad, le dijo, deben ser estudiadas con pesqui, nada de improvisar y exponerse a un accidente de verdad, como lo del martillazo.

Le contó cómo consiguió la primera baja de su vida de perito en la materia, lo que le valió el apodo de El Experto. Debutó en una Semana Santa de Málaga, cuando los tronos pesaban una jartá y los portaban la gente del muelle, acostumbrada a cargar sacos, barriles, maderas, hierros...

Al segundo año de llevar tronos, un colega fue a la aseguradora -los hombres de trono eran asegurados para casos de accidente- para que le atendieran de las lesiones producidas en un hombro por el roce de los varales durante las cuatro o cinco horas de procesión.

El médico le hizo una cura y la compañía de seguros le pasó el jornal durante una semana. Como estaba casi curado, al ir al médico para que certificara su curación y pudiera volver al trabajo, tuvo una idea: rascarse la herida hasta sangrar un poco. El médico, al ver que no había cicatrizado la herida, le amplió la baja una semana más.

La operación la repitió dos o tres semanas más. El galeno se dio cuenta del juego, y para evitar que repitiera la arriesgada treta, optó por algo insólito: le escayoló el hombro para impedir que se rascara otra vez. Con la escayola pondría fin al peligroso fraude. Cuando volvió a la semana siguiente y le levantó la escayola, ¡sorpresa! La herida estaba peor.

El médico descubrió que el interfecto usaba un jeringuilla con agua y con la ayuda de una aguja hipodérmica atravesaba la escayola. El agua impedía la curación.

Así empezó la carrera El Experto que se pasó de listo y cuando se le acabaron las tretas recurrió al martillo de oreja.

Nota final: De este último caso podría revelar quién era el presidente de la Agrupación de Cofradías, la compañía que aseguró a los hombres de trono, el médico que acabó escayolando el hombro del trabajador que retardaba el alta recurriendo a las tretas apuntadas e incluso el apellido del mangurrino. Por el tiempo transcurrido todos deben estar en el más allá, pero respeto el derecho a la privacidad.