Cuando hayamos desaparecido y estemos criando malvas o en columbarios encerrados en ánforas, los nacidos a finales del siglo XX y el siglo presente desconocerán, salvo los coleccionistas de monedas, el dinero que circulaba entonces.

Pondrán cara de póker -o cara de alelado- si alguien le dice que por dos duros y tres rubias se podía comer muy bien en el Parador de Gibralfaro: costaba 11,30 pesetas.

Alguien le tendrá que aclarar que el duro era una moneda metálica -incluso en plata- que tenía la equivalencia de cinco rubias o pesetas, porque la peseta de la década de los 80, por ejemplo, era familiarmente conocida por rubia, ya que la moneda tenía ese color.

Y no digamos si alguien agrega a la conversación que después de la peseta había otras monedas de menor valor: las de 50 céntimos, las de 25 céntimos o reales -las dos con un agujerito en medio- las de 10 céntimos más conocidas por perras gordas y los de 5 céntimos o perras chicas.

A estas monedas metálicas -unas de plata, otras de níquel, otras de bronce y otras sabe Dios de qué aleación-, había que agregar el papel moneda.

En distintas épocas -yo las viví todas- hubo billetes de una peseta, de dos pesetas, de cinco, diez, veinticinco, cincuenta, cien, quinientas y mil pesetas. Los billetes de mil eran algo que escapaba de la economías modestas; bueno, algo así como los billetes de 500 euros, que existen, pero que solo manejan determinados individuos y que la Unión Europea ha decidido retirar del mercado.

Curiosamente, la gente del campo, sobre todo las viejecitas de toquilla y brasero, cuando uno se interesaba por su edad recurrían al mundo de las monedas. Si un joven de hoy pregunta a una de esas venerables ancianas de nuestro geografía rural, quizá la respuesta le deje en albis: «Tengo cuatro duros y tres reales».

Algunos de mis lectores sabrán traducir a años la extraña respuesta de los 4 duros y 3 reales. La traducción es muy sencilla: cada duro tiene 20 reales (4 reales por pesetas). Cada real es un año. Si confiesa que tiene cuatro duros y tres reales, la operación aritmética es de enseñanza primaria: Cuatro duros, a 20 reales, son 80 años; y si se suman los 3 reales restantes, la ancianita tiene 83 años.

También en los medios rurales, a la pregunta sobre la edad, son más exactos que en el lenguaje del censo: Tengo 72 años metido en 73. Es más exacto porque en el «metido» figuran los meses ya vividos y le faltan algunos para llegar a los 73.

¿Claro? Bueno, una manera de expresarse.

Dentro de muy pocos años -esto está a la vuelta de la esquina- ni habrá monedas de uno, dos y cinco céntimos de euro, ni de un euro ni de dos, ni siquiera billetes de cinco, diez, veinte, cincuenta€, etc porque todo se pagará con tarjetas de crédito.

Con la desaparición de las monedas y los billetes, la propina por los servicios prestados en la hostelería y en favor del culto en las iglesias desaparecerá por la imposibilidad material de premiarlos con dinero contante y sonante. El conocido «pago en efectivo metálico» desaparecerá con la implantación de la tarjeta de crédito.

Ya pueden ir los profesionales de la invención a estudiar la solución al problema de las propinas, los estipendios y al 'sueldo' que los padres asignan a los hijos cuando éstos llegan a la edad de salir solos.

Con la desaparición del dinero, los jubilados que cada primero de mes se acercan a su banco o caja de ahorros para extraer el total de la paga y una vez comprobado que está completa se queda con una parte y la otra la reingresa, no podrán satisfacer su deseo de tocar y manejar su dinero porque el uso de la tarjeta de crédito se habrá impuesto hasta el punto de que en los mercados, en las tiendas de comestibles, en los bares, en los cines€ no se admitirá el dinero físico, Todas las transacciones se harán por obligación en tarjetas de crédito. Incluso los pobres y pedigüeños tendrán que estar en posesión de una maquinita para recibir limosnas.

Y hablando de dinero...

Todavía hay mucha gente reacia a confiar su dinero a una entidad bancaria, no porque no se fíe de su seriedad y seguridad aunque en estos últimos decenios se han producido casos de pérdida de confianza.

Antes, por tener poco o mucho dinero en el banco, el titular de la cuenta recibía una mísera cantidad precisamente por tener su dinero en el banco; pero ahora es al contrario: no da interés alguno y, por ende, cobra por guardar su dinero en el banco.

La reacción de algunos titulares de cuentas en los banco es que han optado por no dejar su dinero en el banco y€ sabe Dios cómo lo conservan. Lo de debajo de un ladrillo está muy visto, no digamos en el colchón de la cama o en una olla de la cocina que no se usa con frecuencia. Las cajas de caudales ya no son seguras porque los ladrones las arrancan o se llevan hasta la pared para terminar la faena en un polígono industrial de las afueras de la ciudad.

La moda acarreará más pérdidas de puestos de trabajo especialmente en las entidades bancarias donde no serán necesarios los empleados de las ventanillas de pagos e ingresos porque nadie irá a sacar dinero puesto que todos los pagos, incluso las limosnas, se efectuarán con las tarjetas de crédito.

Nadie tendrá dinero en sus casas, ni cajas de caudales, ni colchones con doble fondo para guardar los billetes de 50 euros.

Para comprar cada día La Opinión en el quiosco tendrá que hacerlo con la tarjeta de crédito. Al tiempo.